sábado, 29 de noviembre de 2014

FLOR DE UN DÍA

Moià (Foto: Agustí Tola)
La  mesa está posicionada en el centro de la sala de estar. Una mesa pequeña que, en principio, pasa desapercibida entre tan voluminosos sofás, tan pintorescas obras de arte y ese paisaje al otro lado de la ventana. Pero esta pequeña mesa transparente tiene algo que te atrapa; un simple jarro con flores.     
Te sientas en el sofá y fijas la mirada en este toque de naturaleza en medio de tanta artificialidad. Es el elemento que le da vida a ese salón tan común. Un factor minúsculo que le cambia la esencia de ese lugar.      
Puedes dirigirte a otros sitios de la casa, pero eres íntegramente consciente que si vas a la sala ahí hay ese toque de vitalidad que puede sacarte de una soledad momentánea o un aburrimiento prolongado. Incluso, estando fuera de casa, paseando por bosques, donde se pueden encontrar flores a raudales, sabes que tú tienes una en tu propiedad y  a tu disposición.           

La sensación es extraña, sabes que está ahí, en esa mesita, sin moverse y que es un elemento trascendente en tu vida. Sin embargo, actúas como si nada, intentando demostrar que cuando no esté no te dolerá. Y en el fondo sabes que es un auto-engaño.          
Antes de entrar en los meses fríos, las circunstancias te van preparando para lo que se avecina. De repente, un día, entras al salón y encuentras determinados pétalos esparcidos por la mesa y alguno por el suelo por culpa de las corrientes de viento. Intentas aparentar que la suciedad es lo que te molesta y no quieres reconocer que, en el fondo, te están preparando para el inevitable desenlace. 
Ya entrados en las temporadas duras, esa pequeña mesa transparente ya no es lo mismo, ha perdido todo encanto; el jarrón con flores desaparece.   
La vida continúa y la manera de interactuar externamente es la misma, queda inmune. No obstante, cuando estás en el sofá, en el sitio donde solías contemplar las flores, recuerdas su ausencia con más dolor.           

Esas flores fueron en su día un elemento de un parque u otro lugar relativamente salvaje; hasta que se cruzaron con tu mirada. Recogerlas e incorporarlas a tu vivienda parecía, en cierto modo, irrelevante. En ese momento sabías que se secarían y sucumbirían tarde o temprano. Y había el riesgo que no te acostumbraras y tú mismo te deshicieras de ellas. Pero pasaron los días, las entradas al salón, las siestas en el sofá y eso convergía a una familiaridad entre tú y las flores.    
Piensas, reflexionas  y maldices no haber agarrado flores perenes. Sin embargo, las recogiste porque te gustaron y no pensaste en determinadas características futuras. Pensaste en el presente y no en más adelante. Ahora crees que lo podrías haber evitado, pero eso no es cierto. Intentarás la próxima vez escoger algo que no pueda reportar tanto daño aunque, en el fondo, sabes qué la decisión de selección es un acto instintivo.          

Pasan los años, las prendas de ropa y las arrugas, y esa mesa del salón sostiene diferentes flores cada vez que inicia una nueva etapa.  Focalizas tu amor cada año en estos elementos que van y vienen. Mas siempre sabes que acabaran olvidadas y sustituidas por otras flores en la próxima estación.  

PD: "El pequeño Nicolás" es y será flor de un día 

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