miércoles, 7 de octubre de 2015

LAS REVELACIONES DE AGUSTÍ TOLA

Estimados señores y señoras,

El contenido de este blog ha sido pasado y ampliado en formato página web, concretamente en:


Muchas gracias por su visita,

Agustí Tola


PESADILLA EN EL TREN

Entrar a una estación de trenes de la India es como aterrizar en otro planeta. En este ecosistema te topas con todo tipo de castas sociales y ves cosas muy raras, desde personas paseando por las vías de tren hasta niños haciendo sus necesidades en los rincones. Además nunca se repiten las circunstancias. De hecho, la diversidad es la característica principal de estas terminales que, sin excepciones, te proporcionan escenas difíciles de imaginar e inolvidables.

Personas atravesando las vías de tren (Foto: Agustí Tola)

En la plataforma número cuatro de una estación de Delhi estaba yo, un jovencito europeo  esperando el tren a Veranasi. Era examinado y observado por todos los locales. Sentada a mi derecha, en el suelo, había una familia compuesta por padre, madre e hijo. Me miraban como si fuera un ser deforme, de ropas raras y cargando un artefacto enorme; mi mochila. Y en el momento en que me giré de repente para ver si tramaban algo, atrapé al hombre señalando los vellos de mi pierna con el dedo índice, al mismo tiempo que se reía. No quiero saber qué era lo que tanta gracia le hacía.  
A mi izquierda había un grupo de niños y jóvenes que quizá viajaban de manera conjunta. A cada rato alguno de ellos se aproximaba y me hacía una pregunta, retornando a su clan para poner en común lo que yo había dicho. Esta situación se repitió numerosas veces hasta que fueron capaces de condensar todas mis respuestas en una historia: Se llama Tom, es de Bulgaria, tiene treinta y dos años y su propósito es buscar oro en las montañas del Himalaya.            
Desde pequeño se me enseñó a no hablar con desconocidos ni revelar mi verdadera identidad.   Por esta razón había manipulado un poco mis datos personales. No es que la India sea un sitio donde tu integridad física esté en peligro, pero tienes que estar atento con quién hablas, de qué y por qué. Alguna gente en este país siempre quiere o busca algo a cambio y eso dificulta la interacción.

Mi estado emocional era el de intranquilidad total. Siempre que había viajado en tren por la India lo había  hecho en las clases AC2 o AC3. La peculiaridad de estos vagones es que tienen aire acondicionado y, al ser más caros, es dónde viajan los indios de un nivel adquisitivo mayor.       
 No obstante, debido a que los tickets estaban agotados me vi obligado a viajar, por primera vez, en Sleeper Class, una clase sin aire acondicionado y con gente bastante pobre.
Me preocupaba con qué tipo de personas viajaría y en qué condiciones. No soy para nada clasista, pero una verdad que nadie puede refutar es que en la India la gente humilde no habla inglés, no cuida su higiene y su comportamiento es, en algunas ocasiones, algo extraño.         
Mientras esperaba distinguí que el vagón que tenía en frente, de un tren que aún no era el mío, era un famoso Sleeper Class. Lo analicé para ver si mis temores se aliviaban. Para mi felicidad presentaba la misma estructura que el AC2: una litera situada a la derecha y a la izquierda del compartimento, y una tercera al otro lado del estrecho corredor. Eso fue algo tranquilizador. Sin embargo, la gran diferencia respecto a los vagones AC2, aparte del aire acondicionado, era la densidad de gente. Si cada compartimiento tiene seis camas para seis personas, en el Sleeper Class el número de individuos de multiplicaba al menos por dos. Por ejemplo, en un compartimento de ese vagón había catorce seres humanos: se acomodaban dos o tres personas por cama y otros más se sentaban en el suelo, recostados en las maletas.     
Empecé a ponerme nervioso y a maldecir la decisión de no haber viajado en autobús. Si fuera un viaje de un par de horas no me importaría compartir la litera con muchas personas, pero al tratarse de un trayecto largo, mi intención era dormir. Recostado en una cama con gente desconocida, en posiciones incómodas, y pendiente de que nadie se llevara mis cosas, no podría alcanzar un sueño profundo.   
Acabé optando por no adelantarme a los hechos. Organizaría y me preocuparía al ver mi litera en el vagón correspondiente. Quién sabe, a lo mejor los trenes para viajes extensos eran diferentes.

Vagón Sleeper Class (Foto: Agustí Tola)
Al final, el tren de la plataforma uno, que había permanecido frente a mi desde hacía una hora, encendió los motores y partió. Al poco rato apareció el mío; el momento había llegado, la realidad iba a ser descubierta.        
Me apuré para encontrar el vagón y el compartimento lo antes posible, no fuera a ser que alguien ocupara mi sitio.           
Se me asignó la cama superior situada a la derecha. Esto es a lo que me refería; desarrollar una táctica de cómo y dónde colocar las maletas, para que no fueran robadas, dependía de si me tocaba una cama inferior o superior – y también cuanto espacio tendría, es decir, con cuantas personas la compartiría–.
No sé si fue suerte, pero en mi vagón sólo habían doce personas para seis camas. Un cálculo fácil dónde el resultado es dos personas por lecho.     
Una joven de mi edad se colocó en la parte inferior de mi cama. Por un instante pensé que sería una buena compañera de viaje, con la que podría intercambiar algunas palabras intrascendentes, pero todo se desvaneció cuando comprobé, con solo una pregunta, que no tenía ni idea de inglés. A favor tengo que decir que siempre es más agradable compartir cama con una mujer que con un hombre.        
Debajo mío había dos señores mayores. El que me llamó más la atención fue el que se posicionó justo debajo. Era un señor delgado y elegante a causa de esa curta blanca con colores vivos bordados en la parte inferior. Y lo más simbólico era su típico punto rojo entre las cejas y unas líneas blancas-amarillentas pintadas en la frente. Como muchas cosas de la India, desconocía el significado de ese complejo maquillaje.  
El resto de personas del compartimento no merecen ningún tipo de mención especial, básicamente eran matrimonios, algún soltero y ninguna criatura.       
En relación a la protección de mis pertenencias, desarrollé la siguiente estrategia. El dinero y el pasaporte los introduje entre mi ropa interior y mi pantalón, en un canguro de tela fina. La maleta grande de mochilero la coloqué debajo de la cama inferior, encadenándola a un fierro saliente de la pared. Podrían abrirla con una navaja, pero no llevársela. Y la mochila pequeña, en donde tengo los ítems más importantes - mi diario, pasajes, libros, medicinas y cargadores –, durmió arropada a mí, bien protegida.           
Una vez subido a la cama, me posicioné en modo meditación, colocando la mochila entre las piernas. Permanecí en esta postura mucho rato mientras devolvía las miradas que me lanzaban todos por ser el único turista.   
Aproveché para analizar y extrapolar ideas sobre mis compañeros de viaje. Un factor que me llama mucho la atención es que aquí la gente sigue sus tradiciones sin dejarse influenciar por las corrientes occidentales. Por ejemplo, permanecieron muchas décadas bajo el dominio de los ingleses sin que esto alterara sus costumbres: las mujeres siguen poniéndose anillos en los dedos de los pies o pintándose la planta de color rojo.  
Me asombra la fuerza que tiene la religión en la sociedad india. Condiciona a los individuos, sus acciones y, en última estancia, el desarrollo del país.          
Con tantas reflexiones y con el dominante silencio del vagón, decidí dormirme. Recoloqué la espalda en la pared de forma que mis piernas colgaban por el lateral de la litera. No era una posición muy placentera, pero suficiente cómoda para pasar una noche.            
Me dormí en menos tiempo del esperado y los sueños que me persiguieron durante la noche fueron muchos; la mayoría relacionados con mis vivencias en la India. El último sueño es el que recuerdo con más claridad porque fue el que me condujo a despertar.         

Mi subconsciente me sentó en un restaurante llamado Cluster, situado en la azotea de un hotel frecuentado por indios ricos. Todos vestían elegantes prendas de seda. Yo era el ser atípico, el único con ropa veraniega e informal: shorts, camiseta y mi inseparable mochila. Pedí un Panner Tikka Kali Mirch. No tenía la menor idea de lo que era, pero sonaba a muy hindú. Para agilizar el tiempo de espera, me puse a observar la pecera: lo peces jugaban, nadaban de un lado a otro y, como había leído en un artículo, olvidaban todo al cabo de un par de segundos. Eso sí era vivir sin preocupaciones.   
Todo evolucionaba con placidez; disfrutaba de la espera, algo que siempre es difícil y más estando solo.          
Con la comida ya en la mesa, saboreé cada bocado como si fuera un manjar. Intentaba adivinar la oleada de sabores y especies que contenía. Las salsas, como si fueran colores, se mezclaban en la paleta obteniendo tonalidades de lo más curiosas.  
Todo circulaba sobre ruedas. Incluso empezó a sonar de fondo música hindú, ni muy fuerte ni muy suave, justo como a mí me gusta. Le daba un toque de autenticidad al sitio.   
Al cabo de un rato, sin previa llamada, el desarrollo de mi sueño se vio invertido y la armonía desapareció. Las conversaciones de los clientes se transformaron en masticadas ruidosas y desagradables. Y para complementarlo, la amabilidad servicial de los camareros se substituyó por escenas algo agresivas y contrarías al principio de que el cliente siempre tiene la razón.           
La inconsciente esperanza de retomar las buenas vibras se esfumó al observar otra vez la pecera.           
Los peces se movían ahora histéricos de un lado a otro. Esos animales de colores se habían convertido en miles puntos negros, al menos ese era el efecto visual.     
Mi cuerpo se estremeció y me invadió esa sensación que todos hemos experimentado de querer despertarte y no poder. 
De repente, esos miles de puntos negros lanzaron la tapa de la pecera por los aires y empezaron a volar por la sala, ahora convertidos en un enjambre de mosquitos. Fue una doble transformación, de peces a puntos, y de puntos a insectos.         
Dejé de tener en cuenta a los clientes y sus respectivas reacciones; sólo focalizaba la atención en el movimiento del enjambre por el restaurante; chocaban contra las paredes sin rumbo alguno. En ocasiones algún mosquito atrevido se escapaba del grupo y venía a saludarme. A veces me picaba en el brazo, otras en el cuello, pero en la mayoría de los casos se dirigían a mi pierna derecha. Por alguna razón les gustaba más esa extremidad.
La situación se volvió más angustiosa cuando las picadas empezaron a ser numerosas y dolorosas. Cada vez más mosquitos se posicionaban en la parte superior de mi tobillo. Mordían y chupaban la máxima cantidad de sangre que podían. La mancha oscura cada vez fue ocupando más superficie y la pesadilla se fue intensificando. Al final el dolor acabo llegando a un límite por encima de mi lumbar de resistencia y fue justo en ese momento cuando me desperté.   
         

En primera instancia adquirí un estado de incertidumbre, quería recuperar el sentido de la realidad. Mi misión era convencerme de que todo había sido un sueño y, por lo tanto, no tenía trascendencia en mi vida diaria.
En vez de llegar a esa lucidez mental, fue un cierto aire de duda lo que me invadió. Si de verdad me había despertado de la pesadilla y estaba en el mundo de no-fantasía, entonces por qué razón seguía sintiendo en la pierna derecha, en el mismo lugar que en el sueño, ese constante cosquilleo doloroso y desagradable causado por las picadas de los mosquitos.       
Para alcanzar un campo visual más amplio y llegar a contemplarme la pierna, incliné la cavidad corporal hacía delante – recordemos que estaba estirado a lo ancho de la cama y no a lo largo.    
El horror, el pánico y el miedo me devoraron.         
El hombre de la litera inferior, ese señor con pinturas raras en la frente, estaba sentado en el borde de su cama y, con la dentadura sucia y malgastada, mordía mi pierna con suavidad y concentración. Incluso pareció no importarle cuando vio que lo miraba, él continuó con su faena.
No entendía lo que estaba sucediendo. La estupefacción fue máxima. La pierna me sangraba y las gotas rojas resbalaban por mi piel y caían al suelo.         
No era une herida profunda, sólo se había dedicado a roer y a comer la piel.        
Una vez superada la parálisis temporal, subí con violencia las piernas a la cama y empecé a gritar HELP, HELP, HELP. Hasta el conductor del tren me debió escuchar. Toda la gente del vagón se despertó y vino a mi compartimiento. Intenté explicar de numerosas maneras lo sucedido, pero mi nerviosismo dificultaba la tarea.
El caníbal parecía sorprendido por mi reacción. Me contemplaba y de reojo observaba la herida; quería acabar lo que había empezado.        
Cuando los viajantes comprendieron la causa del alboroto agarraron al monstruo por los brazos y se lo llevaron, a la fuerza, del vagón. En la siguiente estación lo echaron del tren.      
Yo, la víctima, no volví a moverme de la cama hasta que llegamos a Veranasi. Permanecí tres horas encogido contra la pared, con los ojos bien abiertos y asegurándome que mis piernas no colgaran fuera de la litera.         
La gente no me presentó ningún tipo de ayuda médica ni sentimental. Fui yo el que tuve que desinfectarme la herida con cremas que tenía en la mochila pequeña.           

Cuando recuerdo mi viaje por la India, el trayecto de Delhi a Veranasi es lo primero que me viene a la mente. El incidente del tren fue lo más impactante, tanto a nivel emocional cómo físico. Lo peor de todo es que la naturalidad con que se comportó la gente después de ese suceso, me da a entender que es algo común o al menos es una escena que ya habían visto en otras ocasiones. De este modo, el consejo para todos los turistas que se aventuren a la India es que viajen en las clases AC2 o AC3; no para evitar que las maletas sean robadas, no para tener una cama para ellos solos, sino para mantenerte alejado de esos hindús que se comen la piel blanca de los turistas.    

lunes, 13 de abril de 2015

DURMIENDO

I
Los viernes llego muy tarde a casa. Como de costumbre, mis padres ya habían puesto la mesa y la comida estaba en los fogones, esperándome para servirla. Había sido un día muy duro debido a mi cansancio y a mi estado de debilidad. Asistí a las correspondientes clases en la universidad, siempre aburridas, y en la tarde aproveché para ir a nadar. No pude hacer más de quince piscinas, y eso que de costumbre hago cuarenta. Me sentía sin fuerzas y me venían calambres a cada rato, en los pies en primera instancia, y después en los muslos. Los calambres en los pies los superaba con facilidad; paraba, movía los deditos y a los pocos minutos toda la musculatura volvía a estar en plenas facultades. Pero cuando me vino el calambre en el muslo tuve que salir de la piscina, con cierta dificultad, echarme en el suelo y masajearme la pierna.   
A parte de los calambres, cada dos piscinas tenía que parar para equilibrar mis respiraciones; me costaba aguantar el aire debajo del agua, nadando así alterado y cansándome más.      
Fue muy extraño, me he sentido como un anciano de setenta años intentando nadar después de haber tenido durante veinte años  una vida sedentaria.             
Anímicamente también he estado tocado. No he deseado relacionarme con mis amigos, quería estar solo y recapacitar. Y cuando subí al bus que me llevaría a casa, busqué el asiento más aislado de todos, donde me acurruqué y dormí como un lirón durante la hora que duró el trayecto. Cuando llegamos al destino estaba empapado de sudor, y eso que iba en manga corta. Seguramente había sido una pesadilla la culpable. Sin embargo, esa siesta me sirvió para recuperar fuerzas, me sentí un poco mejor. Quería creer que el estrés de la universidad era la causante de mi estado de debilidad; descansando y durmiendo mucho, todo se solucionaría.           
De cena había ñoquis; cada viernes quiero cenar pasta debido a que después de hacer deporte, en mi caso nadar, una comida abundante de carbohidratos es muy aconsejable. Me encantan los ñoquis, y más aún con la salsa de chorizo y tomate que hace mi mamá. Son irresistibles. Lamentablemente, no los pude comer, hice el intento pero me pasaba un largo rato masticando porque me costaba mucho ingerir la comida. Ya al mediodía sólo pude comer medio bocadillo de queso, y eso con sumo esfuerzo. Sentía como si el esófago se hubiera estrechado y la comida no tuviera espacio suficiente para llegar hasta el estómago. 
Debí conformarme con cenar un yogurt, algo ligero y semilíquido. Mis padres se extrañaron mucho debido a que siempre me como toda la bandeja de pasta. Les expliqué mis síntomas, y llegaron al consenso que estaba incubando una gripe. Entonces me hicieron tomar una aspirina.         
Mi madre aún no había acabado su plato de ñoquis y mi padre estaba comiendo frutas cuando me levanté. Despidiéndome conjuntamente con un frío y distante buenas noches, me retiré a mi dormitorio. Estaba exhausto, la energía recuperada en la siesta del autobús se había desvanecido.      
No me lavé los dientes, ni me puse crema en los granos de la espalda debidos a la pubertad; no tenía ánimos para eso. El esfuerzo de ponerme el pijama ya fue demasiado agotador.
Me estiré en la cama, posicionado de lado, mirando hacía la pared. Siempre duermo mirando el techo, pero ahora tenía escalofríos y quería estar acurrucado, juntando mis muslos con mi tronco, ocupando el menor espacio posible. Inmediatamente me dormí, sin tener que pensar en los sucesos del día, en mis futuras preocupaciones, en mis amigos ni en nada por el estilo, que es lo que siempre hago antes de dormirme.               

II
Mi querida madre tiene órdenes directas  de despertarme los sábados y domingos a las nueve de la mañana; una hora que me permite descansar y recuperarme de la estresante semana, y por otro lado, la mañana puede ser aprovechada a la perfección.         
Sin embargo, ayer no le recordé su deber, y ella lo interpretó como qué lo adecuado sería que descansara y me recuperara. A las doce del mediodía pensó que ya era una hora adecuada para ver cómo me encontraba y cortar mi profundo sueño. Entró en la habitación con sigilo, abriendo la puerta con cuidado; mirando que no se moviera el llavero que se encuentra en la cerradura. Sólo las madres siguen guardando cuidado a pesar del inminente despertar. De puntitas se dirigió a los porticones y los abrió para que la luz iluminara mi alcoba, mientras a coro, con una voz muy dulce, susurraba crecientemente ya es de día, ya es de día; repitiendo las cuatro palabras que utilizaba yo de pequeño cuando los despertaba a ellos. La venganza es un plato que se sirve sin calentar.
La luz no me despertó, continuaba en la misma posición en la que me dormí; apoyado en el lado derecho del cuerpo, encarado a la pared, muy cerca de esta. Sólo sobresalía mi cabeza, el resto del cuerpo lo tenía cubierto por las sábanas.  Mi madre se acercó a la cama y me puso la mano en la frente, quería ver si tenía fiebre. Le sorprendió notar una baja temperatura. Así que se dirigió a su habitación para coger el termómetro. Al regresar, se subió en la cama; dejando una pierna tocando al suelo y la otra acomodándola en el lecho. Me iba hablando para ver si sus palabras me despertaban, pero yo seguía roque. Decidió ponerme el termómetro aunque yo durmiera. Cuando me giró para que me pusiera mirando al techo, comprobó que era un peso muerto y con una cara súbitamente pálida. Ahí supo que algo no iba bien. Subió el tono de voz, y me empezó a mover con más intensidad para que me despertara. Yo seguía con los ojos cerrados, sumergido en el sueño. Volvió a tocarme la frente y el frío de mi piel recorrió sus nervios. En ese momento gritó mi nombre mientras me sacudía fuertemente. Su mente se enturbió, no sabía qué es lo que estaba pasando. La realidad se transformó en una especie de pesadilla.  Asustada y muy alterada se dirigió a la sala donde gritando histéricamente le dijo a mi padre que estaba inconsciente. Era tanta la angustia de mi madre que lloraba sin que le cayeran lágrimas. Mi padre fue corriendo a la habitación, se sentó en mi cama, me tocó, desprendió con brusquedad las sábanas que me cubrían y, tomándome el pulso en la muñeca y después poniendo la oreja sobre mi pecho, susurró: no tiene pulso, no respira.  Me estiró de un brazo, y cuando estaba en el borde de la cama, me cargó. Gritó a mi madre que cogiera las llaves del coche. Me estiraron en el asiento de atrás del auto, la cabeza la apoyaba en las piernas de mi padre, que subió a mi lado. Mi madre conducía; ¡y cómo conducía!; siempre ha sido una conductora precavida y ahora iba a una velocidad endiablada. Por su parte, mi padre, sin saber qué hacer ante tal situación, intentó un boca a boca y masajearme el pecho para darme calor. Eran actos de pura desesperación.               
Llegamos al hospital del pueblo en un santiamén; no me extraña, a la velocidad a la íbamos... Repitiendo la escena, mi padre me cargó y, con mi madre al lado, entraron al hospital,  gritando y llamando a los médicos. Una señora, supuestamente enfermera, detectando la delicadeza de la situación, los condujo a una sala donde había una camilla. Al instante tuve un médico al lado que me examinaba mientras recibía explicaciones de mis padres. Gritando le ordenó a la enfermera que llamará a la ambulancia, mientras en voz baja, sin saber si se lo decía a él mismo o a mis padres,  murmuraba: “no respira, no respira”.

III
Estaba en una habitación minúscula del hospital Sant Josep, en la ciudad más cercana del pueblo. Unas sábanas me tapaban no sólo hasta el cuello, sino la cabeza incluida.
En el pueblo me había recogido una ambulancia y mis padres la siguieron en el coche, aprovechando el paso que ésta abría. No dijeron nada en todo el camino; sólo le daban  vueltas a las palabras del médico de cabecera del pueblo: vayan al hospital Sant Josep, pero témanse lo peor.       
Así fue, la advertencia  del médico se cumplió. Mi padre se ocupaba del papeleo en la recepción. Mi madre, en una silla de la sala de espera,  lloraba, sollozaba, consumía todas las reservas de agua de su cuerpo.                           
Al cabo de un largo rato volví a estar en casa, en mi habitación. No estaba echado en mi cama, como cada noche, sino que me encontraba en el ataúd que reposaba sobre ella. Era un ataúd marrón oscuro, muy bonito, lleno de adornos dorados. Si todo hubiera ido más despacio, les habría dicho a mis padres que quería un ataúd ecológico de cartón, que es barato y tiene la misma función que los de madera.       
En la sala estaba mi padre con la familia y los amigos de confianza que habían ido a acompañarlos en estos momentos difíciles. Algunos estaban  sentados en los sofás, otros alrededor de la mesa del comedor y otros, en grupitos de tres, de pie. El tema de conversación siempre giraba en torno a unos parámetros:  pobre chico, con la prometedora vida que tenía por delante…; que van a hacer ahora ellos sin su hijo, toda su vida giraba en torno a él; pobre María, está en la habitación y no quiere salir. Así era, mi madre estaba en la habitación a oscuras. No quería ver a nadie porque todos le dirían lo mismo. Únicamente deseaba darle vueltas a ¿por qué, por qué él y no yo?
Ojalá pudiera haberle dicho a mi madre que viniera a mi habitación, que se acostara conmigo, al lado del ataúd. Me tuve que conformar con la visita de los asistentes. Entraban uno por uno, o por círculos familiares, me miraban y, dependiendo de la persona, me tocaban o me decían alguna cosa. Lo más tierno fue cuando entró Anna, una amiga de mis padres, especialmente de mi madre. Es una señora mayor, y venía al menos una vez al mes a cenar a casa; era una mujer muy tierna. Yo le tenía un gran aprecio de manera recíproca, es decir, la quería porque yo la fascinaba a ella. Veía en mí un chico con mucho potencial, con mucho carácter y con un mucho encanto. Cuando entró tenía los ojos rojos de tanto llorar, pero hizo un esfuerzo para tranquilizarse. Se acercó con un paso titubeante y se quedó cinco minutos en silencio contemplándome con seriedad. No dijo nada, como si no quisiera despertarme. Entonces, antes de volver con el resto de la gente, me besó con ternura en la frente; un beso que decía lo mucho que me había tenido en consideración y el cariño que me tenía.

IV          
Los días que viví intenté disfrutarlos al máximo, sacándole el jugo a cada minuto, a cada segundo y a cada experiencia; igual que cuando exprimes la pulpa, los gajos, las semillas y todas las partes de una naranja.  Así fueron los veinte años de mi paso por la tierra, unos años llenos de alegría y de buenos momentos. Hubo días desagradables, claro, pero fueron pocos y no los quiero recordar.
Quedaron muchos sueños por cumplir y me sabe mal no haber tenido la posibilidad de, al menos, intentarlo. Pero sólo me sabe mal; no estoy enojado, no estoy deprimido, no tengo rabia, no lloro, nada de nada. Sólo me sabe mal. Más que nada me molesta por mis padres. Ellos van a cargar con todas la consecuencia del Adiós de su único hijo, de la persona que más querían, del núcleo de sus vidas. Yo era un planeta con dos satélites, ellos, dando vueltas a mí alrededor. Qué van a hacer ahora estos dos satélites sin su planeta; van a estar perdidos por la inmensidad del espacio, sin saber a dónde ir ni qué hacer.
Quisiera saber cómo van a afrontar este contratiempo;  no sé si van a decidir cortar su relación ahora que su imán principal ha desaparecido, o si van a unirse más aún para luchar y superar esta adversidad.  Espero que sea la segunda opción. Estoy seguro que mi madre es la que lo pasará peor, por lo tanto deseo que mi padre esté siempre a su lado, consolándola o animándola según el momento.             
Me quedaron muchas cosas por vivir, por ejemplo, casarme, crear una familia, tener hijos, verlos crecer, y que me hicieran abuelo. Tampoco sé a qué me hubiera dedicado, cuál habría sido mi profesión. Nunca se sabe lo que te deparará el destino; a lo mejor acababa viviendo en Sudáfrica con una italiana. Lo que más me fascinaba cuando respiraba era, sin duda, no saber dónde estaría en diez años y ni siquiera en uno. No obstante, nunca había enfocado la posibilidad de acabar como he acabado.              
Son muchas las experiencias que me he perdido pero también muchas las que he vivido, teniendo en consideración mi edad. Sin embargo, hay un aspecto que no he experimentado en veinte años: el amor. No amor de madre o amor de familia, sino el amor de pasión. He tenido amigas, amantes y noviazgos temporales, pero no he tenido un romance serio, una relación larga, duradera y completa. Eso es lo único que me impide hablar de veinte años perfectos. Me hubiera encantando conocer una muchacha con quién compartir lo bueno y lo malo, contarle mis preocupaciones, explicarle los secretos más profundos de mi alma, y cómo no, viajar con ella, visitar sitios tan románticos como París o Florencia. Y esa es la etapa que más tristeza me da no haber tenido.

V
La noticia de ayer se extendió como niebla por todos los círculos por donde me movía. Que la gente del pueblo se percatara me parece lógico, es la fama que tienen estos núcleos urbanos. Lo curioso es que también se enteraran de lo sucedido en Barcelona, más concretamente en mi universidad. No tengo la menor idea de quién fue el difusor. El hecho es que mis tres amigos más íntimos llamaron a mis padres para dar su pésame y preguntar por el velorio. Somos una familia atea y siempre hemos visto a la iglesia como una mafia que se aprovecha de los pobres y analfabetos, así que la idea era realizar una ceremonia  en casa. No obstante, mis amigos comentaron que un gran número de personas de Barcelona querían aproximarse para verme por última vez, y eso puso a mis padres entre la espada y la pared;  debían escoger entre nuestra diminuta casa, invitando sólo a personas cercanas, o hacer una ceremonia fúnebre en la Iglesia con muchas personas. Conociéndome como si me hubieran parido, mis padres sabían que yo era una persona sociable y por eso aceptaron hacerlo en la iglesia, adivinando así mis deseos.
Mis compañeros de clase se reunieron para venir juntos a mi entierro. Alquilaron tres autocares de setenta personas cada uno para venir al pueblo a darme el último saludo; dos iban repletos y en el tercero sobraban algunos asientos. De mi clase eran noventa y cinco personas, y de la otra clase, con la cual compartíamos algunas asignaturas, vinieron cincuenta; la mitad. El resto eran amigos de otras carreras o universidades que me conocían ya fuera por cursos, deportes, encuentros esporádicos o por ser amigos de amigos. Llevaba una vida social muy activa así que, como se puede comprobar, amigos no me faltaban.     
En total, ciento ochenta y cinco almas vivas de la ciudad condal se tomaron la molestia de perderse un fin de semana para venir a despedirme.

VI
La Iglesia del pueblo tiene el segundo campanario más grande del país, y ella en sí, con su estilo barroco muy cargado, alberga grandes vitrales y espacios muy amplios en el interior.               
Llegué transportado por el coche funerario y de ahí me pusieron en una plataforma metálica, con ruedas, para trasladarme dentro del templo de Dios. Traspasar las robustas puertas de roble, oler la piedra húmeda y ver centenares de personas allí reunidas, unas sentadas y otras de pie, para darme una solemne despedida, me enterneció. En cierto modo me supo mal haber fallado a estas personas al no alcanzar las específicas metas en la vida que ellas estaban convencidas que lograría. Había un aire de tristeza en torno mío. Mis padres y familiares entraron detrás de mí. Mi madre no ha dejado de llorar y sus ojos parecen ensangrentados de lo rojo que están; en cambio, mi padre no ha derramado ni una lágrima. Él tiene otra manera de demostrar el dolor y la pena. Se podría decir que mi madre llora en nombre de él y de toda la familia junta.
Se abrió un corredor entre la gente para dejarme pasar. Antes de mi llegada nadie hablaba, pero a medida que recorría el pasillo para llegar al altar, el silencio se tornó en re silencio; como si todos hubieran dejando de respirar y centrasen todas sus fuerzas en mirar mi avance.              
Una vez situado frente al altar, muchos explotaron a llorar. Álvaro fue quién más lloró, sus gemidos eran los que más se escuchaban. No es mi mejor amigo de la universidad, pero nos teníamos un fuerte aprecio mutuo, y hoy lo ha dejado ver. Tuvo que ser Laura quien lo consolara, abrazándolo. La gente que no lo conocía se quedó sorprendida porque su metro noventa y su imponente musculatura no muestran la sensibilidad que guarda en su interior.  

La misa dio comienzo y el cura empezó a farfullar oraciones en latín; a nombrar en cada frase a Cristo, su familia y mi alma. A mis padres les molestaba, por si no fuera poco lo que ya estaban viviendo, debían aguantar además las filosofadas del cura y su libro sagrado. Les sacó de quicio en el momento en que explicando la resurrección de Jesús, daba esperanzas a que yo, tendido delante de ellos, pudiera sorprenderlos con la misma acción. El grado de dolor que albergaban todos los allí presentes traducían esas palabras en burla. La gente por respeto no dijo nada, pero mis padres se miraron y se calmaron mutuamente para no pegar, según su juicio, al ingenuo que sacrificó uno de los placeres más grandes de la vida para demostrar su fe en un ser imaginario.  
Todos, ¡incluso yo!, teníamos la sensación que estas ceremonias están ya pasadas de moda. Una misa en el siglo XVI podía tener sentido, Dios era la única esperanza de la población. Pero ahora, con la tecnología y la ciencia que nos rodea, ningún ser racional se plantea la posibilidad de un Creador capaz de construir la Tierra en 6 días y descansar el último. Así que las palabras del cura eran como un cuento que todos oían, pero sin estar de humor para tales palabrerías.            
Los típicos “amén” o “en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo” que supuestamente se debían exclamar en coro por todos los allí presentes, sólo lo pronunciaban voces gastadas y arrugadas, es decir, sólo los presentes de una cierta edad conocían el guión.              
Para muchos, el sermón en su conjunto se hizo eterno aunque objetivamente fuera breve; no sobrepasó los veinticinco minutos. Cuando el cura dio por finalizada la misa, toda la gente se fue posicionando en una cola en  donde yo hubiera sido la cúspide de haber tenido forma de pirámide.               
Suerte que me habían peinado y vestido bien; llevaba ese jersey azul claro tan bonito que combina como te y azúcar con pantalones negros. Es importante que la última imagen que les quede a todos mis conocidos sea la de ese chico apuesto que siempre se fija en los detalles, ya sea en el trato personal como en la vestimenta. Incluso la palidez de mi piel se retocó un poco con unos polvos mágicos, el mismo que se ponen las mujeres para aparentar su anciana juventud     .
Unas seiscientas personas me dieron el último Adiós. Agradezco su esfuerzo y cariño pero podrían haber sido más innovadores en su despedida.  Fue muy parecido a lo vivido en las visitas que recibí en mi casa ayer en la tarde, aunque ahora eran aproximaciones  cortas y frecuentes. Todos hacían lo mismo: mirarme y decir alguna palabra. Àlex fue quién acabó con mi aburrimiento. Se acercó, y con un miedo aparente de que le dijeran algo, metió en el ataúd un papelito doblado por la mitad y encima de éste puso una goma gigante. Todo tenía su significado, claro, entre él y yo. En la hoja de papel había hecho un dibujo estilo grafiti donde su nombre y el mío se fusionaban en símbolo de amistad permanente. Y la goma… Esa fue la goma gigante que le regalé hacía años, con la intención que le durará toda su vida, porque no tenía y siempre me pedía presentada la mía. Como acostumbrábamos hacer bromas de ese regalo ingenioso, fue un gesto muy bonito devolvérmela para que yo pudiera reírme el resto de mis días.
Esa fue la anécdota del día, aunque el momento más emocionante fue cuando se acercó Mireia, la chica de la clase que más me gusta.  No sé si se enteró de mi devoción por ella; la pista era que cuando hablaba con ella mi voz se volvía inestable y a veces tartamudeaba. Se acercó con los ojos húmedos y dejo un ramo de rosas blancas al lado del ataúd. Tuve la sensación de ponerme rojo y me sentía extraño porque quería decirle algo, llamar su atención, hacer que se fijara en mí por última vez. Me concentré para tirar un jarro de flores que estaba al lado del ataúd, pero mi fuerza psíquica no fue suficiente. Me sentí muy impotente al ver esos ojos marrones, perdidos en la inmensidad del mar, mirándome con ternura. Y yo sin poder decirle nada.

VII
La elección familiar se consensuó en no alimentar a los gusanos, fomentando así la biodiversidad del planeta;  en otras palabras, fue la incineración y no la descomposición natural lo que puso punto final a mi cuerpo físico.              
Puede parecer una tontería la comparación, pero siempre me había duchado con agua caliente, casi hirviendo, de modo que era más de mi agrado el calor de las llamas quemando mi piel, mis órganos y algunos huesos, que no el frío subsuelo y los frescos animalitos.
¿Alguna vez os habéis preguntado cómo es la incineración? Yo no, así que me he llevado una sorpresa. ¡Me han quemado con el ataúd! Por Dios, por el cura y por las funerarias, eso no puede ser posible. Tendrían que haber ataúdes de alquiler, así una vez hechas las pertinentes ceremonias, éstos se podrían usar otra vez. No tiene sentido ir quemando ataúdes. Las fábricas sí  que maximizan sus beneficios, pero los bolsillos de las familias y los troncos de los bosques no son fuentes de recursos inagotables.  Me escandalicé al ver que me metían al microondas gigante con el cajón de pino incluido.         
Horrorizado me quedé.              
Veinte años atrás fui espermatozoide y óvulo al mismo tiempo, crecí, me desarrollé, me formé y al final del camino he vuelto a acabar en la diminutez. Es difícil imaginarme que estos restos es todo lo que queda de mí, un humano que hablaba, pensaba, actuaba, comía y vivía. Me he convertido en lo que en su día había sido alérgico, en polvo.