El
largo historial de lesiones en el nervio radial, en la pelvis, en la rodilla y en la cadera de nuestro Rey, Juan Carlos I
de España, ha hecho que me acordara de este relato que escribí hace mucho,
mucho tiempo:
Félix es un
señor de constitución delgada y con una anchura de hombros considerable en
proporción al diámetro de su cintura. Su altura es relativa; en los años
sesenta medir ciento ochenta centímetros ya era ser muy alto. Ahora, en estos
tiempos que corren, esta estatura es la
corriente. Su barba negra y densa es lo que más destaca de su cara. Hoy iba
vestido con ropa informal ya que su trabajo no requiere una vestimenta específica
salvo en determinados ocasiones, seguramente porqué la mayor parte de su
trabajo lo lleva a cabo en su propia casa: es traductor.
Llevaba un buen
jersey Lacoste que alternaba rayas horizontales de colores naranjas y blancas. Debajo
no se veía a simple vista lo que vestía, pero no era difícil de adivinar que al
no sacarse el jersey durante el día por la fresca temperatura, se ponía
camisetas gastadas y viejas. ¿Porqué usar buenas camisetas de marca si no
serían vistas por nadie y serían sudadas por gusto?
El resto de
accesorios visibles eran unos tejanos y unos zapatos, ambos de marca indeterminada.
Yo soy un
narrador omnisciente, por lo tanto, me veo obligado a ampliar el contenido y no
solo centrarme en la descripción de su físico.
Félix Caballero para
el DNI, idiota para los enemigos y Lix para los amigos, es muy ambicioso y esto
le ha pasado factura a lo largo de los años: impuestos y devoluciones, es
decir, aspectos negativos y positivos. Ya de niño tenía facilidad para los idiomas
y su objetivo era trabajar, como fuera, en la ONU, la sede mundial más importante y en la que
se retribuye mejor a los traductores. Por circunstancias de la vida, su camino
y su destino le depararon otro tipo desenlace, distinto al que tenía planeado
en sus neuronas. No gana mucho dinero pero en contra, es feliz viviendo con su
cónyuge; no era civilmente oficial su situación pero vivir juntos durante 20
años ya eran palabras mayores, en este caso mayúsculas.
No obstante, un rasgo
de Lix es que cuando se le sitúa un objetivo entre ceja y ceja, es decir, en el
entrecejo, solo piensa en eso; todo el resto pasa a un nivel secundario. No
trabajar en la ONU
no representaba una derrota para él, no se consideraba un fracasado, aunque
tenía una espina clavada que de vez en cuando desinflaba su globo de la plena
utilidad.
Con todo este
pasado en su espalda, caminaba por la calle, dirigiéndose a una librería del
centro de la ciudad. Anoche había terminado la última página del libro que
tenía en la mesa de noche, por lo tanto, ahora su deber consistía en buscar libros
para remplazarlo. No iba con una idea predeterminada, el libro que le llamara
la atención en ese momento, sería el que compraría. Caminaba con un paso veloz
porqué esa es su manera de andar. Sus presentes ideas se centraban en que hoy era
su cumpleaños y, como de costumbre, quería celebrarlo en un buen restaurante.
Tenía un abanico de cartas donde cada una era un restaurante, y debía decidir por
cual apostar. Esto hacía que no se fijara en lo que sucedía a su alrededor, y
si lo hacía era de manera superficial, sin prestar atención. Esta concentración
se vio perturbada cuando tuvo que detenerse por la acera en que caminaba; dos
hombres cargando un largo vidrio le cortaron el paso. Se detuvo y observó
detalladamente al hombre que sostenía el vidrio por la parte trasera. Lix
miraba el andar de este señor ya que tenía la pierna derecha tiesa. Podía
caminar pero el movimiento renqueante llamaba la atención. Cuando por fin
desparecieron al entrar por la puerta de un edificio, Lix pudo seguir su
trayectoria ya que no había impedimento material. Sin darse cuenta, ahora
pensaba sobre las posibles causas de la cojera de ese hombre, sobre la manera
de cómo había cambiado su vida y otros aspectos relacionados con su invalidez.
Siguió
caminando, aún le quedaba un cuarto de hora para llegar a la librería. El
trayecto fue de los más desconcertante y entretenido. No paraba de ver a
personas con problemas relacionados con el caminar. Después de ver el cargador
de vidrio, pasó una joven con muletas. Durante un instante la contemplo como un
hecho más, pero al aparecer otro anciano lisiado y caminando con la ayuda de su
mujer, ya le parecieron mucho los cojos que había visto en un espacio de tiempo
tan reducido. Y eso que antes de toparse con el del vidrio no se había fijado
en la gente con la que se cruzaba por los alrededores.
Entró en un
estanco a comprar tabaco, y la señora que lo atendió, iba en silla de ruedas.
Compro una cajetilla y, muy nervioso, se sentó en un banco para fumarse un
cigarrillo. No sabía a que se debía tanta cojera en los habitantes de su
ciudad. Nunca había visto a tantos en un día, o a lo mejor nunca se había
fijado. Si el vidrio rectangular no le hubiera cortado el paso, era probable
que hubiera seguido caminando sin detener la vista en esos seres tullidos. Cuando
ya estaba acabándose el cigarro, empezó a hacerle gracia tanta coincidencia y
se lo acabo tomando con buen humor.
Todo parecía
haberse quedado en una anécdota cuando llegó a la librería sin haberse cruzado
con más cojos. Después de pasar un rato en el interior y comprar unos libros, salió.
Siguió con el foco de atención puesto en los posibles restaurantes donde ir a cenar.
Todo pensamiento relacionado con la cena volvió a ser reciclado al pasar por
delante de un banco y ver a un señor con pinta de vagabundo y con el pantalón de
la pierna izquierda doblado hasta el muslo. Esto significo un toque de atención
y fue lo que colmó el vaso. Representó pasar de una cara relajada y sonriente a
una cara de preocupación.
Eso ya era un
caso serio. A lo mejor era el día nacional de los cojos y todos habían salido a
pasear, o nunca mejor dicho, a cojear. No tenía ni la menor idea de lo que
estaba pasando pues salían cojos hasta debajo de las alcantarillas (y no de debajo
de las piedras porqué en la ciudad no hay).
Analizando la
situación, le vino a la mente que cuando te rompes alguna extremidad, de
repente empiezas a ver a más gente con alguna parte del cuerpo también rota.
Algo parecido les pasa a las mujeres embarazadas, empiezan a ver que la
generación de su futuro hijo va a ser muy poblada. Lix llegó a la conclusión
que era una cuestión de fijarse. Si no tienes nada roto o no tienes un ser
humano en tu interior, no te fijas tanto en la gente que pasa por tu alrededor.
Pero en el momento que te pasa una de estas desgracias o bendiciones, te fijas
más y vas encontrado a seres con alguna semejanza a ti.
Tras realizar
esta valoración, nuestro protagonista extrajo la siguiente observación: si
estoy viendo tantos cojos y no lo soy, seguramente es una señal de Dios para
que vaya con cuidado…
Lix no es
precisamente una persona supersticiosa, es decir, prefiere pasar por debajo de
una escalera, en lugar de atravesar la calle y gastar más energía; si ve un
gato negro no le importa saludarlo y acariciarlo; y cuando se le cae sal a la
mesa, la recoge y se la pone en su plato para no desperdiciarla. Sin embargo,
hoy no quería arriesgarse, era su cumpleaños. Al tener poco que ganar y mucho
que perder, empezó a caminar despacio, controlando cada paso, mirando bien
donde pisaba; no fuera a ser que se le metiera el pie en un agujero y vete a
saber. Vigilaba y comprobaba repetidamente que tuviera los cordones de los
zapatos amarrados y, cuando pasó por delante de una parada de autobús, ni se lo
pensó y paro en seco. “En casa estaré a salvo”, se dijo. Para subir en el autobús
se cogió de la baranda y volvió a mirar como colocaba los pies. Sentado ya en
el autobús la maldición seguía, vio a un hombre de color caminar con un gesto
poco natural y veía a una síndrome de down caminando con los pies doblados
hacía dentro. También contempló, por la ventanilla del autocar, a un hombre con
un caminar singular, caracterizado por un movimiento y colocación extraña de
los glúteos. Su vestimenta femenina le dio a entender que en este caso se
trataba de un homosexual que simplemente había tenido una noche movidita.
Llegó un punto en que bajo la vista al suelo para intentar desconectar, se
estaba convirtiendo todo en una obsesión. No volvió a levantar la cabeza y un
poco más y se le pasa la parada, que estaba justo delante de su edificio. Tenía
ganas de bajar corriendo, subir las escaleras a toda velocidad y meterse en la
cama. Sin embargo, bajo lentamente del bus, siguiendo los mismos procedimientos
que cuando subió, y llamó al ascensor una vez dentro del edificio.
Tenía ganas de
contarle todo a su chica, pero en el momento que abrió la puerta del piso, esta
lo esperaba alegremente y se le lanzó encima literalmente, abrazándolo y
besándolo. Lix no tuvo tiempo ni de abrir la boca cuando esta ya lo cogía
fuertemente de la mano y lo llevaba directamente a la cama de matrimonio…
Una vez allí,
delante de la cama, Lix se desprendió los zapatos a lo bestia, es decir,
ejerciendo presión con el otro pie sobre la suela del zapato opuesto, del que
quieres quitarte. Entonces se bajo los pantalones… Ahí, en el lado derecho de
la cama, donde dormía todas las noches, había dos pantalones; regalo de su
“mujer”. Uno era un tejano de marca Levi’s de color blanco un poco azulado, y el
otro era de pana, de color marrón oscuro, elegante y bonito.
La alegría y la
sonrisa de Lix fue tan apabullante que su amada se llenó de felicidad. A pesar
de todo, tanto Lix como yo sabemos que de lo que se puso contento no fue del
regalo en si, sino del peso y de la presión que se había sacado de encima. Su
explosión de júbilo fue tremenda porqué todo había sido una película que se
había montado, siendo el director y el protagonista a la vez. Esa era la señal
de Dios: un regalo. ¿Porqué siempre la especia humana piensa mal? Unas
determinadas señales o coincidencia no tienen porqué siempre acabar en daño y
maldad; la excepción confirma la regla.
Se probó los de
pana. Realizo una pasarela por toda la casa mirándose en los espejos,
sentándose, levantándose, realizando movimientos de flexibilidad; todo para
comprobar la comodidad. A continuación se probó los otros, y cuando se los
acababa de abrochar sonó el teléfono. Lo llamaban de la librería porqué se
había dejado el carnet de socio, la tarjeta de crédito y la bolsa con los
libros. “¡Todo por culpa de los cojos!”, pensó. Le explicó muy resumidamente lo
sucedido a su mujer, poniéndole la guarnición y el toque de gracia a paranoia que
se había montado antes de llegar a casa aunque en ese rato se lo pasó
seriamente mal.
Se dirigió a la
librería, con los pantalones viejos, quería estrenar los nuevos en situaciones significantes.
Ahora iba a ir en metro que era el medio de transporte más directo. Con
anterioridad había ido caminando para ejercitar sus piernas; ahora simplemente
quería ir, recoger todo, y volver. Antes de irse, anotó en un papel todos los
posibles restaurantes que tenía bajo la manga y le dijo a su estimada: “Escoge
uno, amor”.
Salió echo una
bala, bajo corriendo por las escaleras para no perder tiempo esperando el
ascensor, y se dirigió a la boca del metro que estaba al doblar la esquina. Era
hora punta y eso ya se notaba en las calles y especialmente en el interior del
metro.
Había mucha
gente esperando, todo el andén estaba repleto de gente porqué en la zona donde
vivía había muchas oficinas. Intentó colocarse entre toda la multitud y pillamente
llegó a la primera fila. Puso tanto empeño porqué los metros son tan pequeños
que si te duermes ya no entras y te quedas fuera.
Hoy se respiraba
una cierta tensión en el ambiente y un calor sofocante producido por el calor
humano. En el momento que se escuchaba el metro llegar la gente empezó a
apretarse más y a juntarse porqué todos eran concientes que los últimos
tendrían que esperar 5 minutos para que pasara el siguiente. De repente, cuando
Lix visualizó el metro sintió un empujón.
Abrió los ojos,
el techo y las paredes eran blancas. Nada de cuadros ni adornos, todo blanco
como la nieve. Sentía atontado y no veía con mucha claridad. Poquito a poco fue
recuperando la consciencia y se preguntó qué hacía echado en un sitio que no
era su cama de matrimonio. Al poco instante sintió un fuerte y intenso dolor en
sus piernas, intento inclinarse pero no pudo, no tenía la suficiente fuerza. Articuló
las muñecas y movió los dedos. Flexionó un poco los brazos y siguiendo en
posición totalmente horizontal los levantó. Empezó a tocarse el pecho, los
hombros, las costillas. A continuación se toco la barriga y el ombligo. Todo él
estaba cubierto por una tela blanca. TODO ERA BLANCO.
Continúo la
inspección, con el dolor de las piernas aún presente.
Se toco la
entrepierna y vio que todo estaba bien; esto le dio una gran tranquilidad, lo
más importante seguía en orden.
Estirando
extremadamente los brazo empezó a descender hacía el tronco inferior. Tocaba
una parte del muslo pero la posición corporal no le permitía seguir bajando.
Hizo un esfuerzo sobrehumano para inclinarse mínimamente. No consiguió ver nada aunque los brazos
habían ganado terreno. Siguió palpando sus tiernos muslos aunque de golpe y sin
previo aviso, toco una superficie dura y plana. Era un cambio brusco, de muslo
a camilla.
Como un resorte,
volvió a la posición horizontal con la que había empezado la sorpresa. En menos
de dos minutos, reflexionando, conectó todo lo sucedido. Entendió perfectamente
donde estaba y porqué; se imaginó las causas y las consecuencias.
En ese momento,
la puerta se abrió y entró su chica. Lix se volvió a inclinar, lo más que pudo,
la miró fijamente a los ojos, y con seriedad balbuceó: “Lo siento María, no
podré volver a ponerme tus pantalones”.