lunes, 30 de septiembre de 2013

Paseo matinal

Stephen Hawking: “Nunca he querido sentir pena de mí mismo”.
El espíritu de superación del científico Stephen Hawking queda en un polo completamente opuesto al de Julia. 

La puerta metálica de color rojo oscuro de la casa número 144 se abrió de repente  y, por debajo del marco, apareció un hombre con un bigote fino y gris. Su mano derecha sujetaba una correa. 
Cada mañana, antes de ir a trabajar a la carnicería, Mikel saca a pasear al perro. Tiene un jardín en casa así que el paseo es más por él que no por su mascota. El recorrido puede variar de lugar pero no de tiempo. Algunas mañanas van al parque, otras simplemente le dan una vuelta a la manzana, y de vez en cuando, como hoy, aunque no era muy corriente,  Mikel tenía ganas de oler la naturaleza, el aroma de los árboles en plena mañana.  De este modo, se dirigieron al bosque que tenían a escasos metros de distancia.
Mikel adoraba esta parte del día, le servía para despejarse, hacer ejercicio y contemplar la tranquilidad; a las seis de la mañana poca contaminación acústica hay. 

Se adentró en la parte sombría del bosque, más concretamente en un caminito de un metro de amplitud. A medida que caminaba las ramas le iban tocando y dejando, en la chaqueta impermeable,  pequeñas gotas de agua, producidas por el frío de la noche.  El olor era siempre el mismo; un olor que te abre los pulmones y te rejuvenece los alveolos.  Siempre se preguntaba si los fumadores sentirían esas fragancias naturales con tal intensidad.
Después de veinte minutos recorriendo la calzada de tierra, y ya con la idea de volver, le pareció ver un bulto en medio del bosque. No podía distinguir qué era pues todo estaba lleno de arbustos y plantas verdes. Tuvo que salirse del camino para senderistas y adentrarse en el bosque, apartando las plantas y pinchándose con las espinas.  A medida que se acercaba, el bulto fue cobrando forma y, además, empezó a distinguir botellas de vidrio y cartones. Los envases de vidrio tenían letras azules en un fondo gris plateado, típicas de bebidas alcohólicas, como el Vodka.
Era bastante obvia la situación: muchachos que habían ido al bosque a emborracharse. Sólo se distinguía un gran bulto, a lo mejor era una pareja que estaba tan compenetrada que parecía un único ser. 
Mikel estuv
o a punto de dar media vuelta; ¿para qué molestar a un par de muchachos en plena resaca matinal? Si habían ido al bosque era para no ser molestados, y menos por un señor con un perro a las seis y veinte de la mañana. Pero interiormente necesitaba saber si estaban bien, a lo mejor requerían ayuda. Nunca se sabe. Prefirió pasar un momento incómodo a arrepentirse toda la vida.
Estando a un metro de distancia vio que su hipótesis era incorrecta. El bulto era una mujer de un enorme tamaño. No podía ver su cara, incrustada contra el suelo, pero sabía que era de sexo femenino por su largo cabello y por el tipo de curvas.  El perro la olía, y a los poco segundos su nariz lo guió hacía las botellas de vidrio y las pequeñas cajas de cartón que parecían medicamentos.
Mikel se puso en cuclillas y con el dedo índice le dio tres toques secos en el tríceps. Pudo sentir como el dedo se adentraba en su grasa, como si fuera gelatina. No hubo respuesta.
Empezó a preocuparse viendo a tal obesa durmiendo, rodeada de medicamentos y alcohol.
No se atrevía a voltearla porque era un peso “muerto”, es decir, en primer lugar, seguramente no podría girarla sin hacer un gran esfuerzo y, en segundo lugar, no quería averiguar si estaba muerta.
Llamó a la ambulancia con el teléfono móvil que siempre lleva en al bolsillo. Ellos se encargarían de todo, en especial de averiguar su estado vital.

Una vez avisada la ambulancia, se quedó de pie contemplando el inmóvil cuerpo. Debajo del estómago de la dama, le pareció ver la piel marrón de un bolso. Si cogía el bolso podría saber su apellido, a partir de los carnets de identidad y, en el peor de los casos, dirigirse a su familia para contar lo sucedido. Siempre es mejor, en cuestión de impacto, si te da tal noticia una persona vestida normal que alguien con uniforme de policía. Al menos, eso hubiera preferido él.
Jaló el bolso, lo abrió y cayó una hoja de papel al suelo. Era la típica hoja académica cuadricular. La que se utilizan en las clases de matemáticas.
El perro ya iba a olerla pero Mikel le ganó y la recogió. Estaba doblada en 4 pliegues. La desplego y leyó el siguiente texto:

“SI estás leyendo este escrito es porque mi deseo se ha cumplido.
Llevo 9 años viviendo con mi hermano y la relación ha ido de mal en peor. El trato que recibo es más el de un animal que no el de un ser humano. Me siento humillada y la única solución era suicidarme.

Atentamente,

Julia Sansolí”                                                                                                                    

martes, 24 de septiembre de 2013

Los Cojos

El largo historial de lesiones en el nervio radial, en la pelvis, en la rodilla y en la cadera de nuestro Rey,  Juan Carlos I de España, ha hecho que me acordara de este relato que escribí hace mucho, mucho tiempo:

Félix es un señor de constitución delgada y con una anchura de hombros considerable en proporción al diámetro de su cintura. Su altura es relativa; en los años sesenta medir ciento ochenta centímetros ya era ser muy alto. Ahora, en estos tiempos que corren,  esta estatura es la corriente. Su barba negra y densa es lo que más destaca de su cara. Hoy iba vestido con ropa informal ya que su trabajo no requiere una vestimenta específica salvo en determinados ocasiones, seguramente porqué la mayor parte de su trabajo lo lleva a cabo en su propia casa: es traductor.
Llevaba un buen jersey Lacoste que alternaba rayas horizontales de colores naranjas y blancas. Debajo no se veía a simple vista lo que vestía, pero no era difícil de adivinar que al no sacarse el jersey durante el día por la fresca temperatura, se ponía camisetas gastadas y viejas. ¿Porqué usar buenas camisetas de marca si no serían vistas por nadie y serían sudadas por gusto?
El resto de accesorios visibles eran unos tejanos y unos zapatos, ambos de marca indeterminada.
Yo soy un narrador omnisciente, por lo tanto, me veo obligado a ampliar el contenido y no solo centrarme en la descripción de su físico.
Félix Caballero para el DNI, idiota para los enemigos y Lix para los amigos, es muy ambicioso y esto le ha pasado factura a lo largo de los años: impuestos y devoluciones, es decir, aspectos negativos y positivos. Ya de niño tenía facilidad para los idiomas y su objetivo era trabajar, como fuera, en la ONU, la sede mundial más importante y en la que se retribuye mejor a los traductores. Por circunstancias de la vida, su camino y su destino le depararon otro tipo desenlace, distinto al que tenía planeado en sus neuronas. No gana mucho dinero pero en contra, es feliz viviendo con su cónyuge; no era civilmente oficial su situación pero vivir juntos durante 20 años ya eran palabras mayores, en este caso mayúsculas.
No obstante, un rasgo de Lix es que cuando se le sitúa un objetivo entre ceja y ceja, es decir, en el entrecejo, solo piensa en eso; todo el resto pasa a un nivel secundario. No trabajar en la ONU no representaba una derrota para él, no se consideraba un fracasado, aunque tenía una espina clavada que de vez en cuando desinflaba su globo de la plena utilidad.
Con todo este pasado en su espalda, caminaba por la calle, dirigiéndose a una librería del centro de la ciudad. Anoche había terminado la última página del libro que tenía en la mesa de noche, por lo tanto, ahora su deber consistía en buscar libros para remplazarlo. No iba con una idea predeterminada, el libro que le llamara la atención en ese momento, sería el que compraría. Caminaba con un paso veloz porqué esa es su manera de andar. Sus presentes ideas se centraban en que hoy era su cumpleaños y, como de costumbre, quería celebrarlo en un buen restaurante. Tenía un abanico de cartas donde cada una era un restaurante, y debía decidir por cual apostar. Esto hacía que no se fijara en lo que sucedía a su alrededor, y si lo hacía era de manera superficial, sin prestar atención. Esta concentración se vio perturbada cuando tuvo que detenerse por la acera en que caminaba; dos hombres cargando un largo vidrio le cortaron el paso. Se detuvo y observó detalladamente al hombre que sostenía el vidrio por la parte trasera. Lix miraba el andar de este señor ya que tenía la pierna derecha tiesa. Podía caminar pero el movimiento renqueante llamaba la atención. Cuando por fin desparecieron al entrar por la puerta de un edificio, Lix pudo seguir su trayectoria ya que no había impedimento material. Sin darse cuenta, ahora pensaba sobre las posibles causas de la cojera de ese hombre, sobre la manera de cómo había cambiado su vida y otros aspectos relacionados con su invalidez.  
Siguió caminando, aún le quedaba un cuarto de hora para llegar a la librería. El trayecto fue de los más desconcertante y entretenido. No paraba de ver a personas con problemas relacionados con el caminar. Después de ver el cargador de vidrio, pasó una joven con muletas. Durante un instante la contemplo como un hecho más, pero al aparecer otro anciano lisiado y caminando con la ayuda de su mujer, ya le parecieron mucho los cojos que había visto en un espacio de tiempo tan reducido. Y eso que antes de toparse con el del vidrio no se había fijado en la gente con la que se cruzaba por los alrededores.
Entró en un estanco a comprar tabaco, y la señora que lo atendió, iba en silla de ruedas. Compro una cajetilla y, muy nervioso, se sentó en un banco para fumarse un cigarrillo. No sabía a que se debía tanta cojera en los habitantes de su ciudad. Nunca había visto a tantos en un día, o a lo mejor nunca se había fijado. Si el vidrio rectangular no le hubiera cortado el paso, era probable que hubiera seguido caminando sin detener la vista en esos seres tullidos. Cuando ya estaba acabándose el cigarro, empezó a hacerle gracia tanta coincidencia y se lo acabo tomando con buen humor.
Todo parecía haberse quedado en una anécdota cuando llegó a la librería sin haberse cruzado con más cojos. Después de pasar un rato en el interior y comprar unos libros, salió. Siguió con el foco de atención puesto en los posibles restaurantes donde ir a cenar. Todo pensamiento relacionado con la cena volvió a ser reciclado al pasar por delante de un banco y ver a un señor con pinta de vagabundo y con el pantalón de la pierna izquierda doblado hasta el muslo. Esto significo un toque de atención y fue lo que colmó el vaso. Representó pasar de una cara relajada y sonriente a una cara de preocupación.
Eso ya era un caso serio. A lo mejor era el día nacional de los cojos y todos habían salido a pasear, o nunca mejor dicho, a cojear. No tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando pues salían cojos hasta debajo de las alcantarillas (y no de debajo de las piedras porqué en la ciudad no hay).
Analizando la situación, le vino a la mente que cuando te rompes alguna extremidad, de repente empiezas a ver a más gente con alguna parte del cuerpo también rota. Algo parecido les pasa a las mujeres embarazadas, empiezan a ver que la generación de su futuro hijo va a ser muy poblada. Lix llegó a la conclusión que era una cuestión de fijarse. Si no tienes nada roto o no tienes un ser humano en tu interior, no te fijas tanto en la gente que pasa por tu alrededor. Pero en el momento que te pasa una de estas desgracias o bendiciones, te fijas más y vas encontrado a seres con alguna semejanza a ti.
Tras realizar esta valoración, nuestro protagonista extrajo la siguiente observación: si estoy viendo tantos cojos y no lo soy, seguramente es una señal de Dios para que vaya con cuidado…
Lix no es precisamente una persona supersticiosa, es decir, prefiere pasar por debajo de una escalera, en lugar de atravesar la calle y gastar más energía; si ve un gato negro no le importa saludarlo y acariciarlo; y cuando se le cae sal a la mesa, la recoge y se la pone en su plato para no desperdiciarla. Sin embargo, hoy no quería arriesgarse, era su cumpleaños. Al tener poco que ganar y mucho que perder, empezó a caminar despacio, controlando cada paso, mirando bien donde pisaba; no fuera a ser que se le metiera el pie en un agujero y vete a saber. Vigilaba y comprobaba repetidamente que tuviera los cordones de los zapatos amarrados y, cuando pasó por delante de una parada de autobús, ni se lo pensó y paro en seco. “En casa estaré a salvo”, se dijo. Para subir en el autobús se cogió de la baranda y volvió a mirar como colocaba los pies. Sentado ya en el autobús la maldición seguía, vio a un hombre de color caminar con un gesto poco natural y veía a una síndrome de down caminando con los pies doblados hacía dentro. También contempló, por la ventanilla del autocar, a un hombre con un caminar singular, caracterizado por un movimiento y colocación extraña de los glúteos. Su vestimenta femenina le dio a entender que en este caso se trataba de un homosexual que simplemente había tenido una noche movidita.
Llegó un punto en que bajo la vista al suelo para intentar desconectar, se estaba convirtiendo todo en una obsesión. No volvió a levantar la cabeza y un poco más y se le pasa la parada, que estaba justo delante de su edificio. Tenía ganas de bajar corriendo, subir las escaleras a toda velocidad y meterse en la cama. Sin embargo, bajo lentamente del bus, siguiendo los mismos procedimientos que cuando subió, y llamó al ascensor una vez dentro del edificio.
Tenía ganas de contarle todo a su chica, pero en el momento que abrió la puerta del piso, esta lo esperaba alegremente y se le lanzó encima literalmente, abrazándolo y besándolo. Lix no tuvo tiempo ni de abrir la boca cuando esta ya lo cogía fuertemente de la mano y lo llevaba directamente a la cama de matrimonio…
Una vez allí, delante de la cama, Lix se desprendió los zapatos a lo bestia, es decir, ejerciendo presión con el otro pie sobre la suela del zapato opuesto, del que quieres quitarte. Entonces se bajo los pantalones… Ahí, en el lado derecho de la cama, donde dormía todas las noches, había dos pantalones; regalo de su “mujer”. Uno era un tejano de marca Levi’s de color blanco un poco azulado, y el otro era de pana, de color marrón oscuro, elegante y bonito.
La alegría y la sonrisa de Lix fue tan apabullante que su amada se llenó de felicidad. A pesar de todo, tanto Lix como yo sabemos que de lo que se puso contento no fue del regalo en si, sino del peso y de la presión que se había sacado de encima. Su explosión de júbilo fue tremenda porqué todo había sido una película que se había montado, siendo el director y el protagonista a la vez. Esa era la señal de Dios: un regalo. ¿Porqué siempre la especia humana piensa mal? Unas determinadas señales o coincidencia no tienen porqué siempre acabar en daño y maldad;  la excepción confirma la regla.
Se probó los de pana. Realizo una pasarela por toda la casa mirándose en los espejos, sentándose, levantándose, realizando movimientos de flexibilidad; todo para comprobar la comodidad. A continuación se probó los otros, y cuando se los acababa de abrochar sonó el teléfono. Lo llamaban de la librería porqué se había dejado el carnet de socio, la tarjeta de crédito y la bolsa con los libros. “¡Todo por culpa de los cojos!”, pensó. Le explicó muy resumidamente lo sucedido a su mujer, poniéndole la guarnición y el toque de gracia a paranoia que se había montado antes de llegar a casa aunque en ese rato se lo pasó seriamente mal.
Se dirigió a la librería, con los pantalones viejos, quería estrenar los nuevos en situaciones significantes. Ahora iba a ir en metro que era el medio de transporte más directo. Con anterioridad había ido caminando para ejercitar sus piernas; ahora simplemente quería ir, recoger todo, y volver. Antes de irse, anotó en un papel todos los posibles restaurantes que tenía bajo la manga y le dijo a su estimada: “Escoge uno, amor”.
Salió echo una bala, bajo corriendo por las escaleras para no perder tiempo esperando el ascensor, y se dirigió a la boca del metro que estaba al doblar la esquina. Era hora punta y eso ya se notaba en las calles y especialmente en el interior del metro.
Había mucha gente esperando, todo el andén estaba repleto de gente porqué en la zona donde vivía había muchas oficinas. Intentó colocarse entre toda la multitud y pillamente llegó a la primera fila. Puso tanto empeño porqué los metros son tan pequeños que si te duermes ya no entras y te quedas fuera.
Hoy se respiraba una cierta tensión en el ambiente y un calor sofocante producido por el calor humano. En el momento que se escuchaba el metro llegar la gente empezó a apretarse más y a juntarse porqué todos eran concientes que los últimos tendrían que esperar 5 minutos para que pasara el siguiente. De repente, cuando Lix visualizó el metro sintió un empujón. 

Abrió los ojos, el techo y las paredes eran blancas. Nada de cuadros ni adornos, todo blanco como la nieve. Sentía atontado y no veía con mucha claridad. Poquito a poco fue recuperando la consciencia y se preguntó qué hacía echado en un sitio que no era su cama de matrimonio. Al poco instante sintió un fuerte y intenso dolor en sus piernas, intento inclinarse pero no pudo, no tenía la suficiente fuerza. Articuló las muñecas y movió los dedos. Flexionó un poco los brazos y siguiendo en posición totalmente horizontal los levantó. Empezó a tocarse el pecho, los hombros, las costillas. A continuación se toco la barriga y el ombligo. Todo él estaba cubierto por una tela blanca. TODO ERA BLANCO.
Continúo la inspección, con el dolor de las piernas aún presente.
Se toco la entrepierna y vio que todo estaba bien; esto le dio una gran tranquilidad, lo más importante seguía en orden.
Estirando extremadamente los brazo empezó a descender hacía el tronco inferior. Tocaba una parte del muslo pero la posición corporal no le permitía seguir bajando. Hizo un esfuerzo sobrehumano para inclinarse mínimamente.  No consiguió ver nada aunque los brazos habían ganado terreno. Siguió palpando sus tiernos muslos aunque de golpe y sin previo aviso, toco una superficie dura y plana. Era un cambio brusco, de muslo a camilla. 
Como un resorte, volvió a la posición horizontal con la que había empezado la sorpresa. En menos de dos minutos, reflexionando, conectó todo lo sucedido. Entendió perfectamente donde estaba y porqué; se imaginó las causas y las consecuencias.
En ese momento, la puerta se abrió y entró su chica. Lix se volvió a inclinar, lo más que pudo, la miró fijamente a los ojos, y con seriedad balbuceó: “Lo siento María, no podré volver a ponerme tus pantalones”.  

jueves, 19 de septiembre de 2013

Accidente en el tren de Santiago de Compostela

Don Ignacio Talismán estaba sentado en el vagón de un tren. Julio había sido un mes muy duro; por asuntos de negocios se había ausentado de su familia (esposa e hijita) durante 33 días y 32 noches. La razón de tan larga ausencia fue la visita a una serie de capitales europeas para promocionar los productos farmacéuticos de la compañía donde trabaja.
Hoy, 24 de Julio, volvería a abrazar a Carmencita y volvería a dormir al lado de Johana. ¡Qué emoción y alegría albergaba en su interior!
Mirando de disimular su ansiedad y con tal de diluir el tiempo de manera más rápida, estaba en el último asiento del último vagón leyendo Los Hermanos Karamazov. Tolstoi hizo de la lectura una afición para él. Ahora quería recordar viejos tiempos y detectar lo que le había apasionado de aquel libro. Por lo tanto, había retomado de su empolvado estante para catalizar el final de su viaje. Sin embargo, nada le parecía tan fascinante ni cautivador como la primera vez que lo leyó. No entendía como le había marcado tan profundamente esa novela.


El tren seguía en modo “stop”, esperando que los últimos pasajeros subieran, los cuales eran muy pocos por ser miércoles. Es más, Ignacio estaba solo hasta que se abrió la puerta que conectaba el vagón con el penúltimo. Una voz poco amable, gritona y de palabras poco comunes, empezaron a entrar en el cerebelo de Ignacio. Seguía leyendo con la vista clavada en su libro mientras ese molesto ruido se intensificaba cada vez más. No pudo aguantar más y acabó levantando la cabeza.

Un señor de unos 40 años, con una barba negra, pero ya con alguno pelo blanco, estaba situado delante de la puerta. Detrás de él se encontraba una mujer con un cochecito de bebé; su edad era una incógnita. Su velo solo liberaba unos ojos tristes que miraban al suelo. Sin embargo, esos ojos negros desprendían juventud; esa señora debía tener 25 años a lo mucho.
El barbón hablaba en un tono elevado, teniendo en cuenta que se quejaba libremente porque creía que no había nadie más y su supuesta señora no tenía ningún deseo de quererlo escuchar. Sin poder verlo desde su posición, Don Ignacio intuyó que por la puerta que daba al exterior, y no la que conectaba los vagones, alguien pasaba porque el barbudo gritó “Ehhhh!!!...viene!”, mientras hacia un gesto para que alguien subiera al tren.  A los pocos segundos apareció un chico vestido con un chaleco amarillo. El señor hablando con erróneos tiempos verbales y con severa lentitud, expresaba que su mujer e hija debían ir en otro vagón. Don Ignacio sospechaba por donde iban las balas, pero el revisor les pidió los billetes, y cuando los tuvo a la vista, señaló y afirmó que todos los pasajes eran de segunda clase. El señor estalló, si es no se le consideraba alterado ya antes. Su tono de voz y sus gestos estaban ya en la fase previa a la violencia. Un sordo sabría del enfado simplemente por su expresión facial y por toda la saliva que desprendía de su boca al articular las palabras.
Traducido de manera correcta, el señor argumentaba que solo ellas tenían que ir a otro vagón. El novato revisor no entendía las causas y con cara de miedo fue a buscar a otra persona del staff.


A Don Ignacio no le hizo gracia que una voz tosca y poco amigable lo despegará de la lectura. También le fastidiaron las maneras del hombre al dirigirse al muchacho. Y por último, no quería que la llegada a su ciudad se retrasara más.

El nuevo encargado fue capaz de entender las causas del enfado del señor después de que este se expresara con más claridad.
Su esposa y el bebé de sexo femenino no podían compartir el vagón con él. Al ser mujeres tenían que ir a otro vagón, especial para “seres inferiores”. Las previsiones de Don Ignacio estaban bien encaminadas.
El señor insistía que en su país las mujeres tienen un vagón habilitado exclusivamente para ellas, por supuesto, sin utilizar este léxico.
La señora del velo no decía nada, miraba al suelo e intentaba tranquilizar a su hijita que ante tal alboroto explotó a llorar.
El encargado, a diferencia de Don Ignacio, no era consciente de ciertas morales en los países musulmanes por lo que estaba perplejo. No sabía cómo solucionar tal adversidad. Intentó convencer al señor de que en España la igualdad de género era uno de los pilares de la constitución, pero no fue suficiente, incluso lo complico más. Decidió ir a buscar a un superior ya que no se vio con la seguridad para solucionar el problema.
Ignacio, por su parte,  tenía el libro cogido con las dos manos, apoyado en sus piernas. Miraba y estudiaba todo atentamente deseando que se solucionara de una vez por todas tan absurdo problemas. Hacía 15 minutos que tendrían que haber salido.


En el momento en que el encargado salió del vagón en busca de un superior, el señor barbudo tomo asiento. Fue una manera de expresar su indignación y enojo. Se dirigió a su esposa, o eslava en nuestro mundo, con un tono de voz totalmente agotada, acompañado de un movimiento con la mano y con el dedo índice señalando la puerta al exterior. El significado de las palabras no fueron captadas por Ignacio, pero fue fácil de adivinar que las ordenaba a irse. En cierta manera, desde su cambio de voz, hasta la decisión de sentarse, daba a entender lo siguiente: “me rindo, bajaros de una puñetera vez y ya os las arreglareis para llegar”.
La mujer cumplió las órdenes de su patrón y arrastró el carro del bebé por los dos escalones como pudo. Por supuesto, el marido no movió ni un pelo de la barba.


Don Ignacio dejó el libro en el asiento de su derecha, se levantó lentamente, sin ningún tipo de pausa, y una vez en el corredor empezó a caminar con severa armonía, como cuando uno pasea por el parque. A medida que avanzaba, se iba desabrochando los botones de la gabardina, uno a uno, empezando por el de más arriba. Avanzó, y cuando estaba a dos metros, deslizó su mano hacia el bolsillo interior.

Don Ignacio no tolera que por causas tan machistas pierda 20  minutos de su vida sin estar al lado de su familia. Además, esos minutos iban para largo; se tenía que ver aún la reacción del encargado jefe al encontrarse con la mujer i a la niña abandonadas en la plataforma.


Sin que el señor barbudo se diera cuenta de los movimientos; seguramente ni se había percatado de su presencia en el vagón, Don Ignacio le colocó la pistola en la cabeza y en décimas de segundo apretó el gatillo.
Dio media vuelta, y caminó con el mismo ritmo y la misma tranquilidad que antes hacía su asiento. Una vez sentado, sacó un pañuelo blanco de su maletín para quitar la sangre de la pistola y para limpiar la gabardina que también había sido salpicada.



*PREMIO si has acabado el cuento: Los Hermanos Karamazov es de Dostoyevsky.