jueves, 31 de octubre de 2013

Avión estrellado en Laos sigue siendo investigado

Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión.
¿De dónde provenía esa luz todopoderosa?

Sus ojos continuaban cerrados reflejando el miedo que se había apoderado de él, sus manos  seguían fuertemente agarradas a los reposabrazos demostrando su nerviosismo y su cuerpo era la extensión del asiento de tan incrustado que se encontraba. 
De su interior salía una y otra vez el siguiente ruego  a pesar de su ateísmo:
-“Dios ayúdanos, por favor,  Dios ayúdanos”.

jueves, 24 de octubre de 2013

Atentado contra la residencia oficial de la familia Tola

En mi lecho yacía plácidamente. Siempre he sido de esas personas que duermen a los cinco minutos de haberse metido a la cama, y sólo se despiertan a media noche si una pesadilla les incomoda el sueño. No obstante, aquella noche del 3 de julio del penúltimo año del siglo XX[1], me levanté en la madrugada para ir al retrete; fruto de los litros de agua que bebí en la cena.
Al salir del baño, adjunto a mi habitación, me pareció ver una iluminación en el exterior, en el jardín. Desplace la cortina, y sin verme a mí mismo, juraría que mi cara quedó blanca como la cocaína. A fuera, en medio de la oscuridad, había un hombre corriendo en taparrabos y con una antorcha iluminando sus pasos. Movía la mandíbula pero me resultó imposible descifrar lo que pronunciaba.
Corrí a la habitación de mis padres, y sin encender la luz para que el prehistórico no se diera cuenta que había sido visto, les comuniqué lo siguiente: “Hay un borracho en el jardín con una antorcha”. Pensando que era fruto de una pesadilla, me invitaron a subir a su cama. Sin dudar, y con paso seguro, me dirigí a la ventana y levanté la cortina. Una luz amarillenta, casi anaranjada, se filtró con debilidad en la habitación. La cara de mis padres me dio a entender que ya me creían.
Mi padre, con una mano me cogió del brazo y con la otra abrió de un tirón la puerta del armario. Me metió dentro y me ordenó que no saliera por nada del mundo, ellos me vendrían a buscar en un momento. Mi  madre, me dijo que no me preocupara, pero su tono no concordaba con sus palabras.
En ese lugar con olor a cuero me quedé sentado. No tenía pánico sino intriga de saber cómo acabaría todo y cuánto tiempo tendría que esperar en ese lugar oscuro. 
A los diez minutos, más o menos, volvieron mis padres y me sacaron de la cueva. Los rasgos de sus caras eran completamente diferentes, antes mostraban tensión, miedo e inseguridad. Ahora se veían unos nervios faciales más relajados y descansados; incluso la tonalidad de sus voces había cambiado.

Las múltiples narraciones de mis padres en las sobremesas y lo que me han contado, ha sido suficiente para saber qué pasó aquella madrugada mientras yo aguardaba en el armario:
Una vez puesto a salvo su hijito del alma, mis padres se dirigieron hacía el comedor, lugar donde hay una puerta para salir al jardín. Mi madre se quedó mirando por los grandes ventanales y mi padre, antes de dirigirse al exterior, fue a su estudio donde, en algún lugar que nunca específica, tiene guardada una pistola (dice que es una Beretta 92; no sé si lo dice para hacerse el entendido o si de verdad tiene ese modelo).
Cuando el hombre se alejó hacía una zona frondosa de árboles mi padre aprovechó para salir al porche, con mucho sigilo,  y esconderse detrás de una columna blanca y gruesa. Eso lo había aprendido en las películas policiacas.  Esperó y esperó hasta que el hombre salió de la profundidad del jardín acercándose, otra vez, hacia nuestro hogar. Nuestro protector salió corriendo de su resguardo, en pijama, en dirección al hombre. Quería estar a una distancia adecuada para no fallar el tiro.
Estando a 5 metros se posicionó con la pierna derecha por delante de la izquierda y mientras lo apuntaba sujetando el arma firmemente con las dos manos, le gritó:  “No se mueva o disparo, estoy armado, no se mueva o disparo”.
El hombre se quedó atónito, quieto, temblando y con la mirada clavada en el cañón del arma, siendo consciente, por más prehistórico que pareciera, de lo que podía salir de ahí. Sin decir ni una palabra puso las manos en el aire.
Fue tan tensa esa escena que los grillos y los búhos del jardín pararon de cantar.
Supongo que cuando mi padre iba a ordenarle que se largara de nuestra residencia privada apareció, en el fondo del jardín, una luz amarillenta y artificial, a diferencia de la llama que resplandecía de la antorcha.  No sé qué pasó por la cabeza de mi señor, a lo mejor pensó que llegaba un prehistórico modernizado.
Entonces se escuchó una voz grave diciendo: “No dispares, Fernando, no dispares. Le he traído yo”. Esa era la voz del vecino Aguirre. Sin dejar de apuntar al hombre de la antorcha, esperó hasta que se pudo apreciar la figura del vecino, llevando una linterna.  Entonces, bajó el arma.
Aguirre empezó a disculparse y a dar explicaciones. Resulta que desde que comenzó unas obras en su casa, para ser más concreto cavar un agujero para las aguas residuales, todo tipo de sucesos y ruidos extraños empezaron a incomodarlo en las noches. Había desencadenado, al parecer,  la furia de los espíritus, y éstos no paraban de molestarlo. Tapó el agujero, creyendo que sería la solución, pero ésto no puso fin a las molestias; los golpes de puertas, niñas llorando y los silbidos, no cesaron.
Al final no le quedó más remedio que llamar a un brujo para que depurara la zona;  para que espantara a los fantasmas. Esa era la razón por la cual ese hombre, en taparrabos y con una antorcha, corría por nuestro jardín persiguiendo espíritus y espantándolos con determinadas palabras mágicas.
Mi padre les dio permiso para acabar lo empezado, añadiendo:
-La próxima vez avísame, por favor.



[1] 1999 para los pocos iluminados

1. Noticia (-¡Clícame!)
2. HISTORIA BASADA EN HECHOS REALES. 

jueves, 17 de octubre de 2013

El Enfermero



En Econometría estamos estudiando el concepto de causalidad. Mi cuento El Enfermero y la noticia CONDENAN A 77 AÑOS DE CÁRCEL A UN GINECÓLOGO DE BARCELONA POR ABUSOS SEXUALES mustran grados de correlación positiva. 

Llegaba tarde. No me gusta llegar tarde. Siempre intento presentarme con antelación respecto a la hora acordada. Por suerte, era una cena entre amigos, por lo tanto, a pesar de tener una molestia interna, sabía que en el fondo no era trascendente un poco de impuntualidad. Eso me tranquilizaba.
Cuando por fin estaba delante de la casa de Tarantín toqué el timbre. Mi sorpresa fue que me abriera David y no el anfritión de la casa. Tampoco sé porque me sorprendí porque cada fin de semana la pasamos en Taranint’s casa y ya es como si fuera nuestra sala de reuniones.
Al entrar en el comedor, todos me miraron y se percibió una alegría general; no tanto por mi incorporación al grupo, sino porque me habían estado esperando para iniciar la cena. Me senté habiendo cogido previamente una cerveza. Todos estaban bebiendo una, como de costumbre, y sin vaso; la tomaban directamente de la botella. Yo no. Personalmente prefiero beber en un recipiente y nunca directamente del envase; no sé si es la educación inculcada por mis padres o simplemente una manía mía.
Empezamos a comer y, como no podía ser de otra manera, el orador y el que llevaba la voz cantante era Adrián, que no es precisamente inteligente pero sabe hablar muy bien y contar historias, les pone una pizca de humor muy particular que hace que todos los del alrededor lo escuchen con suma atención. Los comentarios graciosos y novedosos de la conversación son constantemente aportados por él y eso conlleva a que lleve la batuta y vaya escogiendo los temas de la charla.
No sé con qué temas empezamos aquella velada, aunque sí cómo abocamos al tema estrella de la noche, y cómo no, dirigido por ya sabemos quién.
Adrián, igual que todos nosotros, es un estudiante universitario. Él, precisamente, esta estudiando enfermería. Al estar acabando la carrera, ha empezado a hacer prácticas en un hospital. Muy bonito hasta aquí. Sin embargo, por lo que he aprendido esta noche, yo no tenía una idea muy clara del papel de una enfermera o de un enfermero en una clínica. Me explico; no sólo se trata de vacunar a los pacientes o inyectar suero.
Volviendo a mi amigo, tengo que acentuar que la alegría y la gracia que fluye en sus palabras no se localizan en sus movimientos, ya que es bastante torpe. Más que torpe es que le suceden escenas asombrosas que al resto de la población nunca les pasa. A quién le pude suceder que el primer día de trabajo le ordenen controlar y vigilar a un señor acabado de operar de la columna vertebral…
     Todo iba muy bien porqué el hombre se la pasaba durmiendo todo el rato. La armonía acabó cuando le pidió a Adrián que encendiera una luz para ver con más claridad unas rosas blancas que le habían traído sus familiares. Adrián se dirigió a unos interruptores que había cerca de la cama y apretó uno. La iluminación de la sala seguía siendo la misma, lo que estaba cambiando era la forma de la cama. Al pulsar ese botón, la cama había empezado a plegarse lentamente, pero sin pausa, hacía dentro. Adrián empezó a tocar todos los botones con insistencia porqué el hombre acabado de operar de la columna tenía que permanecer inmóvil y rígido durante unas semanas. Ya me imagino a mi compañero en esa situación: moviendo la cabeza de un lado a otro y con las manos temblando, mientras tocaba todo lo que podía con tal de salvar el momento.  Finalmente consiguió estabilizar la situación, o más bien dicho, la cama.
     No entro en más detalles de cómo se tomó lo sucedido el paciente (y su columna), aunque por el tono de voz y la cara de Adrián, no quedó impune por lo sucedido.
No sabemos si Adrián siguió en el mismo hospital o si lo trasladaron a otro, en vista de la baja efectividad mostrada en el primer día. Lo seguro es que le buscaron tareas con las que los pacientes no estuvieran en inminente peligro. Estas consistían en cuidar a viejitos muy ancianos en todo tipo de circunstancias o gente con algún tipo de discapacidad física o psicológica.
En principio parece entretenido y placentero, pero usted mismo ya juzgará.
Llevaba ya una semanita trabajando sin ningún tipo de percance significativo, pero tantos días de buena surte acumulados, desencadenaron en una mañana de horror.
Adrián debía dirigirse a la habitación 6.19 que, como muestra el primer digito, estaba en la sexta planta del edificio. Ahí tenía que asistir y supervisar a una señora, bautizada con el nombre de Teresa, que sufrió un accidente de coche y había quedado contusionada desde la cabeza hasta el estómago. El choque le produjo algún trastorno mental. No la ingresaron en un centro psiquiátrico porque antes tenía que remediarse el problema intestinal. El hecho es que se le había creado una ostomía.
¿Y que es eso?
La misma pregunta le hicimos a Adrián, con una cara híbrida de desconcierto y curiosidad. “Una ostimía es tener un ano en el estómago” fue su detallada y directa explicación. Esto es lo que intenté anticipar antes; la innovadora manera de contar que tiene nuestro leal enfermero. Cualquier otra criatura hubiera dicho que una ostomía consiste en una operación para hacer que una parte del intestino salga al exterior por la cavidad del tronco abdominal; y por ahí se lleva a cabo la defecación. Pero como he dicho, estamos interrelacionando con un ser peculiar.
Una vez analizada las características esenciales del ser vivo que se aposentaba en la habitación 19 de la sexta planta, se explicaron los hechos.
     Adrián, a las 9:00 de la mañana, se dirigió al aposento de Teresa. Al intentar abrir la puerta, empujándola hacía dentro, notó que no se podía. Daba la sensación que en el otro lado había un impedimento material que dificultaba la apertura. Con la ayuda de una enfermera que pasaba por allí, consiguieron ganar la fuerza que se resistía; una silla puesta como palanca. El panorama visible era desolador. El primer sentido que se despertaba era el olfativo. Se respiraba un olor extraño, igual que cuando te acercas a una granja de gallinas o de cerdos. La causa eran las paredes llenas de subjetivas obras de arte producidas con excrementos humanos.
La psicótica Teresa estaba contra la pared frontal a la puerta, sentada y con los muslos encementados al pecho. Adrián se acercó para llevarla a la ducha, ya que toda ella era un reflejo de lo que se apreciaba en las paredes. En el momento que Adrián estaba a un metro de distancia y empezó a hablarle con voz suave, Teresa empezó a gritar y con la voz al cuello exclamaba: “¡no me violes, no me violes…!”.
Adrián entendió todo; la hipótesis de lo sucedido podría ser que ante la violación de un ser imaginario, Teresa, mientras se escapaba nerviosa por la habitación, se había tocado el ano nuevo (o artificial) y había ensuciado todo, y no de óleo precisamente.
Sin embargo, viendo la reacción de la psicótica, ahora se difundirá la leyenda que Adrián andaba violando a sus pacientes femeninas e indefensas. Esto es lo que le faltaba para completar su currículum.
La enfermera si consiguió acercarse a la psicótica y logró bañarla. Adrián se quedo solo en ese ambiente desolador de olores y colores, con un deber implícito: limpiar la habitación.
Todos nos imaginábamos la situación. No sabríamos decir que nos impactaría más, si ver a una mujer con problemas mentales llorando y asustada, ver un ano en el estomago, o tener que limpiar una obra de arte hecha con defecaciones. Lo seguro, es que la suma de estas tres sorpresas nos dejaba sin habla. Todos empezamos a valorar más las correspondientes carreras universitarias que estábamos realizando.
El día no acabó allí para Adrián, tuvo que persistir a pesar de haber empezado con el pie izquierdo. Debía hacer las rondas restantes;  visitar a los demás pacientes, mayores de edad, y ayudarles en lo que hiciera falta, es decir, básicamente ir al baño. Empezó describiendo la tarea cotidiana de auxiliar a un anciano de género masculino, adjuntando al final el accidente específico de ese día.  
     Ayudar a un abuelito a hacer pipi no significa abrirle la puerta del baño y esperar.   Estamos hablando de gente que no puede caminar o que tiene incontinencia urinaria.
El “abrir la puerta y esperar” se sustituye por esta imagen: Adrián está encuclillado delante de un hombre desnudo de 90 años. Todo son pelos blancos, flores de cementerios, verrugas, arrugas y más consecuencias visibles por el paso de los años. El hombre esta con el antiguo y flácido pene al aire esperando que la orina,  resultado del zumo de manzana del desayuno, sea extraída. Adrián no puede sacar el amarillento líquido con la mirada; tiene que coger el miembro y meter un tubo por la uretra (supongo que todo esto con guantes, para el bien de ambos). A continuación extrae todo la orina almacenada en la bufeta, que se va depositando en una bolsa transparente. Una vez la bolsa de plástico calientita por el orín acabado de expulsar, mi desdichado amigo tiene que extraer el tubo que pude haber entrado perfectamente 20 cm en el pene del paciente. Una vez acabado esto, lo viste, y va a otra habitación en busca de otra aventura.
Estos procedimientos también los llevaba a cabo con el sexo de las ancianitas. ¡Alguna alegría se le tenía que dar a mi pobre camarada!

Sin embargo, sus procedimientos de hoy día se vieron severamente afectados. La causa es que limpiar la habitación de las defecaciones le llevó cierto tiempo y todos los viejitos estaban impacientes para “ir” al baño, o en este caso, que el baño fuera a ellos. Adrián tenía que hacer todo a una velocidad considerable para que estos no se orinaran encima. Esta presión hizo que con un paciente, no encajara con exactitud el tubito en la ranura de la bolsa. Al extraer el orín, esté empezó a desparramarse como un volcán. La lava caliente goteaba por todo el envase y se escampaba por los poros de la mano de Adrián.

Hubo un gran alboroto en la sala, todos comentaban la jugada. Yo estaba escandalizado. ¡Qué horror! ¡Qué asco! Yo, en su lugar, con esa salpicadura en mi mano, me hubiera ido de urgencias a cirugía para que me la amputaran.

Me levanté aprovechando esa distracción momentánea porque ya era tarde.  Me despedí de todos, uno a uno, dando la mano. Bueno, no de todos. Hice ver que Adrián quedaba muy lejos y no llegaba para despedirme. Por lo tanto, simplemente levanté la mano verticalmente para que se diera por aludido. No sé si la gente se dio cuenta de porqué no quise darle la mano. Por su puesto que había una razón. 

martes, 15 de octubre de 2013

LA UPF, la décimo séptima mejor universidad del mundo entre las de menos de cincuenta años


La Universidad Pompeu Fabra tiene diversos campus distribuidos por diferentes zonas  de la ciudad Condal. Es una universidad moderna con unas instalaciones y unos edificios, desde el punto de vista arquitectónico, maravillosos. Pero no sólo el exterior es valioso. Tanto sus estudiantes como sus profesores son personas muy preparadas, por eso es considerada, de lejos, la mejor Universidad de España. 
El Campus Ciudatella es el  que yo frecuento cada día durante periodos escolares y, sin pecar de preferencias, es el más bonito de todos. 
Para que se orienten los turistas, este campus se sitúa delante del zoológico. Wellington es la calle que divide la Universidad del zoo y cada mañana paso por allí. Los altos arboles con sus hojas secas en el suelo recuerdan un bosque; y escuchar el rugir de los leones te transmite coraje y fuerza para enfrentar el día.
Sin embargo, si mi universidad es conocida por algo,  es por la Biblioteca de las Aguas; un lugar donde estudiar es un placer más que un deber. 


Durante las horas de luz solar, el recinto está a rebosar de alumnos con una ambición entre ceja y ceja: triunfar en la vida. Al mismo tiempo, las estudiantes femeninas saltan muy rápido a la vista: las chicas más guapas de Barcelona estudian en la Pompeu; te lo aseguro.
Pero, bajo la luz de la luna y de las farolas, hay otro tipo de estudiantes, con otro tipo de objetivos. A lo largo de la calle Sardenya,  se sitúan señoritas en puntos estratégicos tales como cruces, esquinas o paradas de taxi. Van muy maquilladas y su vestir es bastante atrevido. Enseñan sus largas piernas con unos gemelos duros y consistentes que se marcan aún más por llevar tacones. Todas están por encima del metro setenta y son corpulentas; yo no me atrevería a ser descortés con ellas.
Es probable que mucha gente no conozca esta otra cara de la universidad debido a que sólo es visible a partir de las diez de la noche. ¿Y cómo lo sé yo? La respuesta es que también suelo cruzarla a esas horas: el casino más lujoso de Barcelona, las mejores discotecas con vista al mar y las casas de mis amantes se encuentran en esos barrios. 
En resumen, la Pompeu Fabra no discrimina a los hombres, hay chicas para todos; para chicos guapos en la mañana, y para chicos feos en la noche.


Una noche de mayo en la que el calor ya se notaba en mi epidermis, empapada de sudor, me dirigía a la puerta principal del campus situada en la calle Sardenya. Allí siempre quedamos con mis amigos porque es un punto fácil de encuentro. Había atravesado Wellington con la misma serenidad de siempre. Cuando giré la esquina en la calle Ramón Turró rumbo Sardenya, diferentes voces femeninas gritaban: “Guapo”.  No me sorprendió; estoy acostumbrado, eso también me pasa de día. Sin embargo, ahora no era para pedirme apuntes ni para preguntarme como me había ido el fin de semana. Sus intereses radicaban en llegar a un acuerdo contractual. 
A medida que avanzaba por la acera, otro hecho llamó mi atención. Había unos contenedores de basura: uno marrón para materia orgánica, uno azul para cartones y uno amarillo para plásticos. Y justo entre el amarillo y el azul se veía una figura humana de pie. Era una “universitaria”; sus tacones y minifalda blanca la delataban. Viéndola de pie en ese lugar pensé que estaría buscando alguna caja para sentarse o ¡vete a saber! Solo podía verle la parte trasera del cuerpo, la parte delantera estaba tapada por los  contenedores. Tenía muy buena silueta y, con plena sinceridad, si me la hubiera encontrado sentada, a mi lado, un día de clase, ¡hubiera ido a por ella!
Justo al pasar por detrás me hice el despistado y saque el teléfono móvil para hacerme el ocupado. Ella seguía de pie y no se giró. 
Mi sentido auditivo, de repente, se vio interrumpido por un curioso ruidito, como el que escuchas cuando abres un grifo, cuando hay goteras en el techo o cuando riegas las plantas. 
Lo que faltaba, ¡las estudiantes nocturnas de la Pompeu vienen con sorpresa!


jueves, 10 de octubre de 2013

Café con leche


La rutina de ir al gimnasio después del trabajo me quedo implantada ya de joven, cuando iba a la universidad. Eso me servia para desfogarme de tantas horas sentado en el pupitre, como se diría antiguamente. Yo siempre voy en contra de la tendencia de la gente; si la gente en época de exámenes iba poco al gimnasio, yo iba mucho más para así quitarme la tensión.
Esta breve introducción de mi persona me sirve para presentar lo que a continuación explicaré. Y para los más detallistas, ya estoy dando señales de mi personalidad: nerviosa y con eventuales tendencias anormales.
Un martes cualquiera, bueno, no era un martes trece, al salir del gimnasio me dirigí a una panadería que hay al frente de este. Siempre al pasar por delante me compro algún pastelito a fin de recuperar la energía y las calorías recién quemadas en el gimnasio: mi intención no es cuidar mi esbelta figura precisamente. Pero este martes del cual estaba hablando, era un martes diferente. Había sido un día duro y necesitaba relajarme. Por lo tanto, no entre a la panadería, compre, y salí masticando los deliciosos pastelitos. Esta vez entré y me senté en unas de las pequeñas mesitas al fondo del local.
Lo que no me gusta de la pastelería es que las camareras y las dependientas son muy guapas. Es una táctica de marketing que me parece simple y lamentable pero, a pesar de mi opinión adversa, la panadería siempre es frecuentada por hombres. ¿Y por qué estoy seguro de que es una cuestión de marketing (pregunta retórica)?  Porqué las personas encargadas de preparar los pastelitos y los panes, no son precisamente chicas guapas y jóvenes. Esto lo se porqué un día, buscando el baño, me confundí de puerta y entre al lugar donde se elaboran los productos. Lo que vi fue una serie de hombres latinoamericanos, que no tenían pinta de ir al gimnasio precisamente, y con cara de poco amigos. Por lo tanto, resultaba evidente la razón por la que en el único lugar cerrado al público no hubiera ninguna damisela como las exhibidas en el exterior.
Como iba escribiendo, me senté frente a una mesa dejando mi abrigo negro y mi maletín en la silla de al lado. Una camarera se aproximó. Le pedí un café con leche y un “muffin” de piña y coco (los “muffin”, no sé si es un nombre generalizado y popular; son como madalenas grandes y las hay de diferentes sabores). Yo siempre pido el muffin de piña y coco o si no el de canela, pues ya me lleve un disgusto la vez que pedí el de arándanos. En primer lugar tenía una crema de chocolate en la parte superior y consecuentemente acabe manchado por todos lados; y el hecho de ir comiendo y encontrándome con restos de frutitos rojos y morados en el interior, no me fascina porqué empiezo a imaginarme que son pedazos de órganos de seres humanos.
Cuando por fin tuve en la mesa mi petición, me dispuse a probar el café con leche. Con un movimiento suave pero directo, cogí la taza por su asa, que era blanca y estrecha. Cuando me llevé el borde superior de la taza en los labios con la intención de dar un sorbo, casi dejo caer la taza dando un grito de enfado mezclado con dolor. ¡Es inaudito que te sirvan una bebida a tan tremenda temperatura! Encima te lo ponen en una taza traicionera ya que el asa no mostraba la temperatura a la que realmente estaba el líquido y el resto del recipiente. Me entró una gran rabia y estuve a punto de gritar, soltar cinco carajos y romper todo lo rompible del establecimiento; sin contar lo que le diría a la inútil camarera. Como se puede calentar tanto una bebida y servírsela así a un cliente, y además sin previo aviso del peligro en el que se encuentra.
Estuve cinco minutos sentado, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada hacía delante. Era obvio que no podía quedarme así, tenía que tomar alguna medida al respecto.
Pensando y pensando se me ocurrió que podría demandarlos. Así sucedió cuando a una buena señora, ya entrada en años, le cayó encima el café caliente mientras se lo servían en un McDonald’s. Tuvo quemaduras de diversos grados y le pagaron, después de largos juicios, una suma de dinero que no me atrevo a escribir porque desconozco la sensibilidad del lector. Simplemente digo que un millón de euros es una miseria en comparación con lo que le dieron.  
En mi caso, no los podía demandar porqué simplemente me quemé un poco los labios, pero el café con leche seguía sobre la mesa y seguía caliente... Sin querer le podría dar un golpe para que cayera encima mío.
Soy adverso al dolor, por lo tanto, tampoco consideré firmemente esta opción.
Regañar a la camarera era otra posibilidad.  Pero después de pensarlo, llegué a la conclusión que ella no lo hizo con mala intención. Simplemente es una incompetente e inútil y no se le puede regañar a nadie por eso. Es como si te nace un niño con problemas mentales y te la pasas pegándole y regañándole porque hace ruidos raros o por la manera como actúa. Además, probablemente seguiría viendo a esta camarera muchas veces y no tenía ganas de que el siguiente día el muffin que me comiera fuera de piña, coco y saliva humana.
Analicé la situación con detalle y desarrolle mentalmente los resultados posibles. Me pasé un buen rato meditando y para que usted se de cuenta de la inutilidad de la camarera, el café con leche seguía caliente, lo suficiente para no poder beberlo aún.
Me comí el muffin en un santiamén y tomé la decisión de dejar la taza aún repleta e irme. Creo que fue un gesto aristocrático de inconformidad de mucha categoría. Me parecía un estilo inaudito al alcance de pocos. Con este simple y elegante gesto, demostraba que era capaz de controlar mi ira y responder con clase. La camarera vería eso, se quedará sorprendida y es probable que entrara en razón.
Así que me levanté y me fui: otra vez volvía a estar en la calle. Como era otoño, las hojas de los desnudos árboles cubrían la mayor parte de la acera pero no la calzada, ya que las ráfagas de viento producidas por la velocidad de los coches amontonaban las secas y amarillentas hojas hacia los lados. Empecé a caminar pensativo por la acera derecha, respecto a mi dirección, oyendo el crujir de las hojas a medida que avanzaba.
Me sentía engañado. En mí interior tenía unos ácidos gástricos fruto del timo que había recibido. Para mi había sido una tomadura de pelo el hecho que me sirvieran un café hirviendo.
Caminaba en dirección a mi coche que estaba aparcado no muy lejos de ahí. Pronto lo tuve al alcance de mi vista. Es un Volskwagen rojo, alargado y elegante. Me gusta tener buenos coches pero ni aunque fuera la viejita a la que se le cayó el café hirviendo en el McDonald’s, me hubiera comprado una maravilla de coche. Me gusta el justo medio, ni un cacharro ni una bestialidad de “carro”, como dirían mis parientes peruanos. 
No obstante, mi mirada se dirigió con rapidez en otra dirección. En la esquina de la misma calle, a unos siete metros de mi medio de transporte, había un mendigo aposentado en el suelo, en una posición que me recordó un antiguo suceso de mi infancia. No sé con claridad si lo recuerdo por mi memoria o si lo escuche contar tantas veces a mis padres que me quedó grabado como un recuerdo propio. El hecho es que yo soy muy sensible y siempre he tenido en consideración a la gente humilde, económicamente hablando. De pequeño ya se me notaban estos rasgos.
Sucedió que un día, cuando tenía unos cuatro años, estaba en un restaurante con mis padres y unos amigos de ellos, y cuando llegaban a la recta final del encuentro, es decir, al café, yo, muy inquieto como era y sigo siendo, me levantaba y caminaba por los alrededores. En una de esas salí a echar un vistazo a la calle. Al lado de la entrada del local había un señor sin piernas pidiendo limosna. Fui a buscar a mi madre, la lleve para que lo viera. A partir de ese momento cada cinco minutos salía a verlo para darle monedas que mi madre me iba entregando, con cara de ternura la primera vez pero con molestia las siguientes. Me había quedado muy impactado al ver a un hombre sin piernas, en la miseria y pidiendo dinero. No sabría decir cuál de esos tres factores fue el que llamó más mi atención.
Cuando concluyó la comida y salíamos por la puerta del restaurante, justo en ese momento el señor sin piernas se levantó y se fue caminando. Mis padres y sus amigos se quedaron asombrados, y yo hecho un helado. No tardé en empezar a llorar a mares; la causa no fue que me hubiera espantado pensando que le habían crecido las piernas (era pequeño pero no ingenuo) sino porque había sido engañado. El señor se sentaba de tal forma que aparentaba no tener piernas y de esa manera a los circulantes que pasaban caminando por la calle les llamaba más la atención y les causaba más pena.  
Ahora, al ver el vagabundo a la salida de un banco, dude de si en realidad no tenía piernas o si se estaba repitiendo lo sucedido hacía treinta dos años. Tenía que saber si era un engaño o no. Me apresuré a subir en el coche, me senté en mi asiento y puse la radio, en concreto, la emisora de música clásica. Sonaba Richard Wagner que, por cierto, me fascinan sus composiciones pero no su ideología. Disponía de todo el tiempo del mundo y mi única finalidad era comprobar si en realidad el mendigo carecía de las dos extremidades inferiores. El coche estaba en dirección recta hacía él y con completo campo de visión. Me encontraba en la situación en la que contemplas fijamente algo, en este caso una persona, mientras vas recapacitando y teniendo una gran diversidad de ideas.
Pasó el tiempo, y no sabría decir si fueron minutos o horas; no miré el reloj al entrar al coche. Empezaba a oscurecer y el mendigo seguía en el mismo lugar, moviendo simplemente la boca cuando pasaba una persona, me imagino que para pedir monedas. El estaba sentado a su manera, con un cartón debajo de él para evitar el frío del piso y un recipiente cuadrangular de unos veinte centímetros de largo y diez de ancho delante de él. Desde mi perspectiva no podía ver el interior del recipiente que era gris, pero un gris causado por el transcurrir de los años, y no porqué fuera su color inicial.
¡Y llegó el momento! El hombre realizó unos movimientos, se levantó apoyándose en sus manos, adquiriendo así una longitud de un metro desde su cintura hasta su cabeza, más unos ochenta centímetros que debían medir sus piernas. Con el cartón bajo el brazo y el recipiente vacío en la mano izquierda, empezó a caminar.
Encendí con rapidez el coche, quité el freno de mano, puse la primera marcha, y sin pensarlo dos veces, apreté a fondo el acelerador….  

(¡¡¡¡Este es el primer cuento que escribí¡¡¡¡)